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San Fernando, Iguala…

Gustavo Mohar

Gustavo Mohar

El pasado 25 de mayo titulé mi artículo Tamaulipas, el horror. Describí la grave situación que se vive en ese estado por la arraigada presencia de grupos criminales que han asolado a la sociedad tamaulipeca desde hace años derivado de la debilidad institucional en la procuración de justicia;  me sumé al beneplácito generalizado por la decisión del gobierno federal de articular un programa de seguridad para empezar el largo proceso de reconstrucción del Estado de derecho ausente en esa entidad.

Cito un párrafo de ese texto: “No hay mejor ejemplo para describir lo anterior (la violencia extrema) que la masacre que sucedió en el municipio de San Fernando en agosto de 2010. 72 personas murieron acribilladas, ejecutadas por un grupo de sicarios enviados por sus jefes al sospechar que en el camión en el que viajaba rumbo a la frontera, en realidad se trataba de reclutas del bando enemigo. No les importó saber si eran extranjeros, en su gran mayoría centroamericanos humildes —campesinos y trabajadores de la construcción—. Hombres, mujeres y niños pagaron con su vida por transitar esa región tamaulipeca que sigue siendo en extrema peligrosa por la presencia y control que todavía ejerce en ella uno de los carteles más temidos y violentos que sufre el país. ¿Puede haber escena más dantesca que esa?”.

Poco más de cuatro años después se nos presenta otra tragedia con la masacre de 43 estudiantes normalistas en Iguala que nos ha horrorizado a todos. Al igual que el evento en Tamaulipas, esta tragedia ha ocupado la atención de los medios nacionales e internacionales, se ha escrito de manera profusa notas más o menos documentada, y a veces aventuradas; organismos de derechos humanos y gobiernos extranjeros plantean una demanda común: castigo a los culpables materiales, respuesta al clamor desesperado de los padres por saber el destino de sus hijos y rendición de cuentas de las autoridades.

Se observan similitudes entre ambos casos: se ataca a  gente desarmada  que viajaba en autobuses con un destino ajeno a  las disputas entre los criminales del narcotráfico, el promedio de edad de las personas asesinadas era menos de 30 años.  En Tamaulipas fueron llevados a una construcción abandonada, los alinearon a la barda del terreno y los fusilaron con armas de alto poder. En Iguala, lo que se sabe hasta ahora, es que fueron trasladados a una zona de la montaña donde fueron torturados, ejecutados y tirados en fosas clandestinas.

En el caso de San Fernando, se pudo identificar y detener a los asesinos materiales, sicarios de Los Zetas y a sus jefes directos, más de 80 personas fueron arrestadas y consignadas. En sus declaraciones confirmaron que decidieron hacerlo por pensar que se trataba de reclutas del cártel del Golfo. Uno de los autores del crimen declaró que nunca supo quiénes eran, él se limitó a ejecutar una orden, pues de no hacerlo lo hubieran matado. En su confesión  dijo que disparó tantas veces su arma que se quemó los dedos por el calentamiento de la misma, él tendría entonces menos de 20 años.

El caso de Iguala se agrava por la participación directa o al menos la omisión culpable y dolosa de las autoridades locales, que  hoy están detenidas o prófugas. Todavía no se tiene una explicación sobre qué desató el ataque, que de algo de sentido, si se vale la expresión, al mismo. ¿Confusión sobre quiénes viajaban en los camiones? ¿Acción de un grupo delictivo para “calentar la plaza” que la autoridad enfrente al bando contrario? ¿Desenlace previsible por el  caos de gobernabilidad y corrupción que se vive en ese municipio?

Actos de esta naturaleza deben sacudir en lo más profundo a una sociedad con un mínimo de consciencia de solidaridad. Expresan realidades que hablan de una pérdida de valores humanos básicos como la dignidad, el respeto a la vida, el acceso a la justicia y  a la convivencia colectiva.

Debe obligarnos a reflexionar qué pasa en nuestro país, cómo puede degradarse tanto un ciudadano mexicano para convertirse en un  asesino capaz de hacer tales atrocidades. ¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros, cómo coadyuvar a que las cosas mejoren?  Al menos se tenga una esperanza fundada para ello. 

Todos somos corresponsables, más allá de la obligación legal y política de las autoridades en el caso de Iguala, como en el de San Fernando y otros más, estos salvajismos trascienden la coyuntura, son alarmas de alerta, señales que no podemos subestimar, que no debemos resignarnos a  aceptar.

Un hombre conocedor de los fenómenos que aquejan a la sociedad contemporánea, al referirse a la revolución de primavera surgida en algunos países de África y el Oriente  Medio, me dijo: “Se pueden entender las razones que desataron las  revueltas masivas  que se observan hoy, lo que es un misterio  es qué las detonó”.

                *Director Grupo Atalaya

                gustavomohar@gmail.com

                Twitter: @GustavoMohar

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