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Toledo, genio y figura (transparencia al origen y la verdad)

Francisco Javier Acuña

Francisco Javier Acuña

En la semana en que se cumplen los primeros setenta años de la muerte del gran muralista José Clemente Orozco, murió el maestro Francisco Toledo, el genial pintor oaxaqueño originario de Juchitán.

Acaso Francisco Toledo fue el último muralista del siglo XX. Antes de suscitar discusiones, expongo esa conjetura.

Propongo interpretar a Toledo como un muralista, pero por razones diversas.

Reconozco que no se le puede ubicar en las técnicas al fresco en enormes formatos sobre la piel directa de los muros. Tampoco la temática que siguió como constante era un discurso sobre el permanente debate del origen y destino del mestizaje, en el que invariablemente, por un influjo nacionalista, se definió el perfil grandioso de “la raza cósmica”, mientras se exponían con maniqueísmo las desdichas del coloniaje y sus secuelas hasta la Revolución.

A diferencia de los precursores del muralismo, ese movimiento artístico nacionalista posrevolucionario convocado por José Vasconcelos desde la Secretaría de Educación Pública (que unió en ese cometido a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros), Francisco Toledo, sin el patrocino del Estado, fue un tenaz muralista a la inversa, sin necesidad de mecenazgo oficial, por encima de haber pintado lienzos de formato variado.

Toledo dedica prácticamente su obra a reiterar el origen animal del hombre y el deber instintivo a defender el hábitat, la flora y la fauna que huyen de la rapaz codicia de la industria capitalista y, ahora, de la voracidad de la globalización.

Mientras tanto, el muralismo posrevolucionario buscaba reivindicar las raíces del México precortesiano; deseaba magnificar la historia virtuosa del liberalismo y del federalismo para subrayar que derrotaron al conservadurismo y al centralismo, respectivamente.

El muralismo de Toledo es a su modo, y en solitario, un experimento distinto.

Al margen del tamaño de sus obras, en óleos, gráficos y escultura, Toledo magnifica el grito de un hombre que lucha por su verdad ambientalista. La pintura de Toledo no es una serie obsesiva de referencias a las plagas. En cambio, sí está plagada de insectos, murciélagos, reptiles y peces (algunas veces equinos y vacunos) en la que destaca incansablemente la urgencia por hacer que veamos más a los animales y no con temor o repudio sino con respeto y admiración hasta concebirlos benignos. Nos obliga a entender que se defienden en vano de la destrucción de los ecosistemas y del planeta.

Toledo insta a desprenderse del artificio del glamour y de la frivolidad y con una perspicacia traviesa restriega en sus creaciones la libido y sus manifestaciones en formas de cópula como un mecanismo para igualar a los desiguales. Para igualar a la humanidad

con la naturaleza para que no se nos olvide que pertenecemos a ella y así frenar la inercia destructiva de la flora más veces representada por la fauna en el mundo de sus alegatos pictóricos. Un mundo mágico que descubrió desde niño en Juchitán, orgullo de humilde que lo hizo ser generoso cuando la fama y el involuntario valor de sus obras le reportaron fortuna.

Su aspecto rebelde y en extremo desaliñado fue otra manera de fustigar con desdén los convencionalismos sociales

del decoro personal y más aún de la moda superflua y pasajera, envoltura postiza para ocultar la desnudez sincera de lo importante, de lo real.

Podría decirse que quiso mantenerse fiel al hombre que siempre fue. Fue un genuino retrato de sí mismo, un autorretrato enmarcado en portarretratos viviente.

Francisco Toledo fue transparente ante los  embates del tiempo, sin retoques ni poses.

Toledo es y fue la sucesión de instantes de un hombre solo contra un mundo absurdo empeñado en destruir el mundo ideal. Un mundo ideal que todavía puede salvarse de los atroces experimentos que impone la modernidad traicionera que aniquila el mundo natural.

 

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