El lenguaje de la democracia

Francisco Guerrero Aguirre Punto de equilibrio
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Luis Porto tiene razón: la forma en que hablamos demuestra lo que somos. Nuestras expresiones evidencian en lo que queremos convertirnos. Nuestro lenguaje retrata de manera fiel nuestro fuero interno. El discurso público refleja el espejo de nuestra concepción del mundo.

En democracia, la polarización se ha transformado en el signo de nuestra época. Antes y durante la pandemia, la calidad del debate político se ha deteriorado, de la mano de un lenguaje violento lleno de adjetivos incendiarios, frases efectistas y expresiones fanáticas.

En las campañas electorales el poder del lenguaje no se utiliza para contrastar proyectos de política pública. Todo lo contrario: las palabras se lanzan como dardos que buscan destruir a quien piensa diferente. Se demoniza a los rivales para obtener raja política.

Los discursos de odio, tácitos o literales, crean monstruos, fanatizan muchedumbres, encolerizan sociedades, generando narrativas falsas, destruyendo honras y prestigios, calentando las calles, debilitando la institucionalidad y socavando la democracia.

La ausencia de un debate plural y constructivo genera un efecto social de confrontación estéril que no abona a la búsqueda de propuestas eficaces para salir de la crísis pospandémica. Lo que parecería ser fructífero en época electoral se convierte en un verdadero búmeran a la hora de gobernar.

En una época de comunicación instantánea, amplificada por las redes sociales, los discursos de odio son la materia prima de la que se alimentan las campañas de escarnio público. Los bots diseminan, de acuerdo con estrategias políticas predeterminadas, un nuevo escenario de posverdad, fanatismo y polarización.

El uso de un lenguaje violento y amenazante fracciona la opinión pública, generando sociedades desinformadas, intolerantes y discriminatorias, que luego corren el riesgo de convertirse en sociedades opresoras y linchadoras.

Antoni Gutiérrez-Rubí señala que la política tribal y caníbal no tiene futuro, aunque lamentablemente tiene mucho presente. Este tipo de política puede ganar elecciones, pero destroza el campo de lo público para convertir el interés general en un campo de minas intransitable desde las trincheras propias. Así, la sociedad, la política y el espacio institucional quedan secuestrados por la rivalidad cainita, el adanismo arrogante y la lógica destructiva del adversario reducido a enemigo irreconciliable. Reducir nuestro futuro a un torneo entre buenos y malos resulta en una estrategia miope y contraproducente.

El lenguaje de la democracia pasa por el reconocimiento del otro, sabedores de que somos una sociedad diversa con opiniones disonantes, pero no necesariamente excluyentes. El desafío no está en evitar el conflicto, sino en transformarlo, procesando las diferencias a través de las estructuras sociales legítimas y evitando la violencia.

Martha Nussbaum decía que vivir en democracia implica respetar el derecho de las personas a elegir estilos de vida con los que no se está de acuerdo. Las campañas electorales son la vía para escoger el estilo de vida con el que nos gustaría vivir. Los adversarios son conciudadanos, nunca enemigos a los que hay que desaparecer de la faz de la tierra.

 

 

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El lenguaje es poder. Las palabras son instrumentos contundentes en la construcción de la democracia. Contrastar ideas con firmeza y pasión es necesario para que los electores puedan tomar decisiones informadas. Sin embargo, si utilizamos el lenguaje para destruir a los que piensan diferente, el juego democrático se pervierte, transformándose en un ejercicio estéril que linda en el autoritarismo.

La pandemia nos ha enseñado que el fortalecimiento de nuestra democracia exige de estadistas inteligentes que, una vez electos, después del fragor de la campaña, gobiernen sin distingos para todos. No son momentos para un lenguaje divisivo y excluyente. En este momento de encrucijadas es vital utilizar un lenguaje democrático que refleje el tamaño del reto que enfrentamos. Las palabras importan. Midamos siempre el efecto de nuestro lenguaje.

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