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Juniors

Fernando Islas

Fernando Islas

Se tiene la percepción de que los juniors son unos buenos para nada. Se cree, asimismo, que en tanto sus progenitores alzaron emporios con muchas horas de trabajo y desvelos, aquéllos únicamente estiran la mano. No es para menos. Alguna vez leí que son muy comunes los herederos que tardan unos cuantos años en acabarse fortunas forjadas durante décadas.

Pero hay juniors que hacen tremendo daño. Están las historias de los que envían a sus guardaespaldas a levantar de alguna mesa a gente que la ocupa o a solicitarle a maestros reconsiderar mejores calificaciones a sus jefecitos, so pena de algún contratiempo.

Hace años se contaba que los hijos de un presidente fueron al Ajusco a andar en trimotos e hicieron la travesura de perderse. Cuando aparecieron, le regresó el alma a los entrenados cuerpos de los guaruras, con rostros empapados de lágrimas merced a la angustia que supone extraviar la sangre del primer mandatario.

La situación, desde luego, cruza generaciones. Hacia mediados de los años 90, una nieta de Luis Echeverría se la pasó restregándole el privilegio de tener ese abuelo a sus compañeros de La Esmeralda, donde estudiaba para convertirse en fotógrafa. En un entregable de un curso, dispuso fotos en gran formato de los viajes con su abuelo a Roma, a Venecia, en fin, presumiendo lujos, a las que, para que pasaran como arte, les realizó orificios, como hechos con un taladro. De risa loca. Pero hay situaciones escabrosas.

Entre los juniors de los políticos, pocos como el hijo del general Arturo Durazo, desmadroso delincuente con licencia para matar. Los de Ernesto Zedillo salieron unas auténticas fichitas en el tiempo en que su padre ocupó la silla. Hacia las elecciones presidenciales de 2000, los hijos del matrimonio Labastida-Uriarte ya hacían planes sobre su estancia en Los Pinos. No contaban con Vicente Fox, quien, a su vez, se hizo de la vista gorda con los Bribiesca, hijos de Marta Sahagún, convertidos en prósperos empresarios.

Para ponerlo en términos más o menos técnicos, en la vida de la administración pública los juniors resultan unos bocazas. Como dirían los expertos, “se exponen demasiado políticamente”, por lo que exponen a sus padres y, eventualmente, a los gobiernos que representan. A los pocos meses del sexenio peñanietista, a la hija del procurador federal del Consumidor, convaleciente en esos días, se le hizo fácil llamarle al secretario particular de su padre para que moviera al personal de verificación y vigilancia de esa entidad a que clausuraran un restaurante en la que no la atendieron como merecía, pensaba ella. El asunto fue tendencia en redes sociales con el hashtag #LadyProfeco, escandalito que le costó el puesto al procurador.

Hay hijos que carecen de originalidad. Enrique de la Madrid es uno de ellos. Su visión de Estado se reduce a lo que fue su padre. El primer día de este mes, tuiteó: “Me preocupa mucho el futuro de los jóvenes mexicanos. Con un país cuya economía no crece e incluso decrece es imposible generar los millones de empleos dignos y mejor pagados que se requieren en el país. ¡Por ahí no! ¡Se requiere un cambio de rumbo!” Pues sí, pero esa tesis Miguel de la Madrid la planteó, precisamente, en Cambio de rumbo, libro publicado por el FCE en 2004, cuya presentación fue eclipsada por el bombazo Ahumada-Bejarano.

El amor hacia los hijos no se puede ocultar. Quizás el error  de los juniors en particular y de los políticos en general sea mostrase tal cual en las redes sociales, pero éstas llegaron para quedarse. Las pifias de nuestros representantes se llevan entre las patas a grandes poetas como López Velarde y sólo abonan al relajo.

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