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El segundo hogar

Fernando Islas

Fernando Islas

La primera oficina a la que entré, hacia finales de los años 70, me pareció horrible: sin ventanas, pasillos estrechos, sillas y escritorios destartalados con montañas de papeles encima y un penetrante olor a garnachas. Era una dirección de área de la ya hace tiempo desaparecida Secretaría de Programación y Presupuesto, en un edificio de República de Ecuador, en la Lagunilla. Después me convencí de que esa dependencia estaba maldita, pues tres presidentes salieron de ahí: Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. En ese entonces, cuando el PRI anunciaba a su candidato a la presidencia, los adultos decían: “Ése va a ser el próximo presidente de México”. Además, estos tres personajes citados marcaron el inicio y la continuidad del “periodo neoliberal” que tanto lamenta el hombre que hoy funge como primer mandatario del país.

Decir que hay quienes pasan más tiempo en una oficina que en casa es un lugar común. Hablamos de tipos que aseguran, con sospechoso orgullo, que por temporadas trabajan en promedio unas 15 horas diarias, que pasan los cinco días laborales sin ver la luz del sol y que les llega una sensación de vacío cuando no hay asuntos pendientes o problemáticas a resolver. El cuerpo pide acción, aunque tarde o temprano cobra esas facturas.

Las oficinas son, en definitiva, el segundo hogar de la llamada población económicamente activa. Sus ambientes siempre han sido mejores en la iniciativa privada, con espacios agradables y limpios, sin los bochornosos trámites en caso de requerir arreglos y adquisiciones. En años recientes, algunas empresas adaptaron zonas con futbolitos, tumbonas, botanas, golosinas y refrescos para consentir al recurso humano, el más importante de los centros de trabajo, a decir de los administradores.

Se puede hablar de las oficinas metafóricamente. Un buen día, Johan Cruyff, el revolucionario entrenador holandés de futbol, recibió a alguien en los campos del Barcelona, sentado en un balón: “Estoy en mi oficina”. Sobre las oficinas también hay crónicas trágicas. Minutos después del terremoto del 19 de septiembre de 1985, Jacobo Zabludovsky relató la manera en que encontró Televisa Chapultepec, su “casa de trabajo, donde he pasado más horas que en mi propia casa, y está totalmente destruida. Sólo espero que mis compañeros estén todos bien”.

El coronavirus paró en seco las agitadas jornadas de oficina, dinámica que define a las ciudades. Si en años recientes el home office se presentó como una alternativa para el mejor desempeño laboral, el covid-19 acaso acelerará esa condición hasta convertirlo en sistema. Hace unos diez días, Twitter anunció que sus empleados podrán trabajar en casa “para siempre”. Google y Facebook determinaron que los suyos trabajarán en sus hogares por lo que resta de 2020.

En México, los oficinistas regresarán paulatinamente junto a otros negocios necesarios en sus alrededores: fondas, cafés, abarrotes y todo tipo de puestos callejeros, pero la medida será la misma: sana distancia. Así, se implementarán reglas como descartar el codo a codo con los compañeros o la presencia de grupos poco numerosos en las salas de juntas y auditorios.

En ese sentido, de la cuarentena hemos aprendido a conectarnos para generar acuerdos y poner manos a la obra, el pan de cada día de cualquier oficina. Proporciones bien guardadas, lo mismo ocurre con las clases de educación superior (la enseñanza básica siempre se cuece aparte). La artista Mónica Mayer contaba que, con las videoconferencias, se ahorró las desmañanadas para volar a primera hora a Tijuana (dos horas de diferencia menos respecto a la CDMX), por ejemplo, a ofrecer una charla académica, y regresar ese mismo día con potenciales atrasos en los servicios de las aerolíneas, es decir, pérdida de tiempo y desgaste.

Este coronavirus llegó para quedarse. La “nueva normalidad” dentro de los centros de trabajo traerá nuevas obligaciones para presentarse en ellos un reto mayúsculo y una altísima responsabilidad para los patrones.

 

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