El Diego de la gente

Fernando Islas
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Cuando Diego Armando Maradona decía “soy el mismo, el de siempre”, se refería a que nació en Villa Fiorito, un barrio humilde de Buenos Aires, en una casa con un comedor que también era la cocina y dos piezas donde vivían ocho hermanos y sus padres, en la que cada vez que llovía tuvo que esquivar las goteras. Si se podía, se comía… y si no, no, según consigna en su autobiografía, en la que sentenció: “Sé que no soy nadie para cambiar el mundo, pero no voy a dejar que entre nadie en el mío a digitarlo”.

Maradona provocó demasiadas alegrías. Fue un héroe popular de alto calibre, elevado a la categoría de Dios, que pronto aprendió a convivir rodeado de desconocidos. Acaso el único deseo que no pudo cumplir fue el de contar con un poco de privacidad. En el colmo de esa situación, unos drones sobrevolaron la residencia en la que pasó sus últimos días en este mundo que dejó a mitad de semana, con 60 años.

Personaje de claroscuros y paradojas, tuvo una capacidad insuperable para que se reprodujeran y comentaran tanto las maravillas que hacía dentro de los campos de futbol, como los desaguisados que cometió fuera de ellos.

México 86 fue su cénit. En un mismo partido, ante Inglaterra, hizo la mayor de las trampas de las Copas del Mundo y el más bello gol de la historia, venganza incruenta por la guerra de las Malvinas de ese “barrilete cósmico”, como lo definió en una inolvidable narración el periodista uruguayo Víctor Hugo Morales, con quien entabló gran amistad, merced a sus coincidencias políticas.

Diego fue una figura incómoda para el poder. Acusó a la FIFA de incompetente, pero también de corrupta. No faltaron los que lo tildaron de loco y rencoroso por la suspensión que sufrió en el Mundial de Estados Unidos 94 tras dar positivo a un coctel de sustancias en un examen antidoping. Le creyeron hace un lustro, cuando el FBI arrestó a varios directivos de la entidad rectora del futbol, una investigación que sigue en curso.

El genio argentino trazó su propio sendero, en el que también debió sortear dificultades pertenecientes a su entorno familiar o a la justicia italiana o a la Camorra, la mafia de Nápoles, ciudad con la que se identificó y en la que, en definitiva, pasó a ser un adicto en recuperación, un enfermo permanentemente señalado.

Pero eso no impidió que Maradona asumiera una postura decididamente a favor “del pueblo”, como él mismo decía. En tanto, la globalización dictaba los modelos a seguir, efectuó pequeños actos de rebelión al lado de la trasnochada izquierda. Posaba para las fotos con Fidel Castro y con Hugo Chávez, citas consideradas en su día como una provocación para los asimismo viejos reaccionarios, además de su tatuaje del Che Guevara, no hicieron más que reafirmar, creía él, sus posturas peronistas. Con los yerros que todo ello puede representar, Maradona, como decía Eduardo Galeano, siempre eligió el equipo de los indignados sobre el de los indignos.

Los adultos del presente milenio recuerdan a los emocionados niños que fueron ellos en los años 80 gracias a las jugadas de Maradona; y los mayores de esa década, que ahora peinan canas, si es que algo peinan, describen a los nietos aquellas hazañas. Ése es el Diego de la gente. El que perdura en la memoria a través de la narración oral.

Precisamente, hace 34 años un adolescente que está a punto de hacer la tarea recibe una sorpresiva invitación, boletos en mano, al Estadio Azteca. Era el 25 de junio y ese joven asistirá a su único partido del Mundial de México 86, semifinal final entre Argentina y Bélgica. Maradona, desde luego, es la figura a seguir. Durante el calentamiento pelotea, domina el balón como nadie, de taquito, de cabeza, ¡con el hombro!, pero eso es el aperitivo de lo que vendrá. Las mejores acciones del primer tiempo transcurren lejos, pues la grada desde donde observa ese partido se ubica detrás de la portería de la Albiceleste, en la que apenas transcurren noticias de la delantera belga. Llega la segunda mitad del encuentro y Maradona lo resuelve con dos arranques de ritmo y arte. Ese adolescente es quien esto escribe.

Maradona inventó su vida y sus millones de seguidores la reinventaron. Al final, queda la certeza de una frase atribuida a Roberto Fontanarrosa: “La verdad, no me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”.

 

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