Las desesperadas maniobras de Netanyahu

Esther Shabot Catalejo
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El próximo martes, los israelíes llegarán a las urnas a celebrar la segunda elección general de este año, debido a que la previa, de abril 9, fracasó en su propósito de generar un nuevo gobierno. En ese entonces, el premier Benjamín Netanyahu estuvo a un tris de ocupar de nueva cuenta la primera magistratura, pero todo se le vino abajo cuando no logró reunir las 61 bancas necesarias para armar el gobierno. Su verdugo fue en ese drama telenovelesco, Avigdor Lieberman, político otrora aliado de Netanyahu, pero que en esta ocasión no estuvo dispuesto a sumarse a la coalición al negarse a contribuir a ella con las cinco bancas ganadas por su partido en los comicios.

En los cinco meses transcurridos desde entonces, la desesperación de Netanyahu por retener el puesto de primer ministro no ha hecho sino crecer día con día. No sólo porque se ha hecho adicto al poder en razón de sus diez años consecutivos en él, sino también, y quizá sobre todo, porque es la única manera como podría escapar de ser juzgado por los delitos de corrupción de los que se le acusa y, por tanto, de acabar probablemente tras las rejas. El hecho de que, en las encuestas de las últimas semanas, el partido Likud de Netanyahu aparezca empatado con su competidor más cercano, el partido Azul y Blanco, encabezado por Benny Gantz y Yair Lapid, ha impulsado al actual primer mandatario a recurrir a todas las artimañas y recursos posibles, aun los objetables dentro de los parámetros de funcionamiento de un Estado democrático, para conseguir más votos que le permitan salvar el pellejo.

Entre sus tácticas han estado desde visitas relámpago a tomarse la foto con Boris Johnson y Vladimir Putin —con el objetivo de enfatizar sus relaciones con los líderes mundiales de las grandes ligas— hasta subterfugios objetables desde todos los puntos de vista. Tres de ellos, sumamente alarmantes: el primero, su propuesta — finalmente no aceptada por el Parlamento— de colocar cámaras para filmar lo que ocurre en las casillas electorales durante la elección, bajo el argumento de que hubo fraude en la elección de abril y se debe prevenir que en esta ocasión se repita. Tal sospecha nunca se había dado en todo el historial de comicios de Israel, y esgrimida ahora por Netanyahu, inyecta en la atmósfera nacional una peligrosa desconfianza en el andamiaje institucional que sustenta el funcionamiento democrático del país. Es más, las alusiones de Netanyahu a que el fraude provendría del sector árabe de la población de Israel, junto con otras lamentables expresiones respecto a tal núcleo de ciudadanos, han cruzado líneas rojas que han provocado que, incluso, antiguos colegas de partido de Netanyahu, como Benny Begin, hijo de Menajem Begin, anunciara que por primera vez en su vida, no votaría por el Likud en esta elección.

El segundo subterfugio al que ha recurrido ha sido el declarar que de ganar la elección y encabezar al gobierno, de inmediato procedería a anexar un 30% de Cisjordania e imponer la soberanía israelí sobre el Valle del Jordán y sobre los bloques de asentamientos judíos. Tal declaración constituye una desfachatada maniobra para atraer votantes de la derecha extrema israelí, a quienes necesita desesperadamente. De hecho, se trata de una oferta a la que ha recurrido en el pasado cuando ha requerido de algún refuerzo para su mandato, pero que ha mostrado ser, a fin de cuentas, sólo un recurso demagógico. Netanyahu ha sido consciente siempre de que la anexión reportaría complicaciones descomunales a Israel, de tal suerte que en las actuales circunstancias, no puede considerarse sino como un gancho útil momentáneamente para atrapar más votos.

Y una maniobra más, que ha sido constante en el discurso de Netanyahu durante los diez años de su mandato, es la de inyectar temor en la población israelí. En su código, hay cuatro enemigos identificados que le sirven para justificar sus políticas y decisiones. A saber: “los izquierdistas”, léase, todos aquellos que no están con él, independientemente de lo que en realidad piensen, digan o actúen; los ciudadanos árabes del país, a quienes presenta como elementos amenazantes de quienes siempre hay que protegerse; los medios de comunicación, fuente de crítica y cuestionamientos a su gestión y por tanto, sus presuntos adversarios declarados; y por último Irán, enemigo real al que intermitentemente magnifica en cuanto a su grado de amenaza, con objeto de sembrar alarma cuando le es conveniente. Muy pronto sabremos si su estrategia fue lo suficientemente eficaz como para permanecer como primer ministro y salvarse de ser enjuiciado, con las consecuencias negativas que ello tendría para la cada vez más golpeada salud democrática del país.

 

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