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Horror sin fin en Siria

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

Nueve años han pasado desde que la guerra civil en Siria se desató y la pesadilla no termina. El balance de los daños es espeluznante: cerca de 400 mil muertos, aproximadamente ocho millones de desplazados y la destrucción de innumerables centros de población azotados por los bombardeos y la falta de insumos básicos para la sobrevivencia. Bashar al-Assad, sin embargo, sigue en el poder, al haber logrado recuperar las amplias porciones de territorio que le habían arrebatado los rebeldes o las fuerzas del Estado Islámico en algún momento.

Hoy se desarrolla lo que, quizá, podría ser el capítulo final de esta tragedia, cuyas consecuencias se han extendido más allá de la región del Medio Oriente por el efecto del impacto que las oleadas de refugiados sirios han tenido en el resto de las zonas a las que se han dirigido para salvar sus vidas. Se trata del asedio a la provincia de Idlib, en el noroeste del país, donde se registran durísimos embates gubernamentales contra fuerzas rebeldes, mezcladas con militantes islamistas que permanecen ahí.

La magnitud del enfrentamiento se ha potenciado en la medida en que, así como Rusia apoya a Al-Assad con ataques aéreos contra los rebeldes, del mismo modo Turquía, cuya frontera colinda con esa zona, actúa en favor del bando opuesto. El resultado está siendo un verdadero desastre humanitario por culpa del cual ha quedado atrapada en el fuego cruzado una población de cerca de tres millones de civiles, de los cuales cerca de 900 mil han emprendido la huida para buscar refugio –muchos de ellos no por primera vez– donde sea.

En Ginebra, el titular de Naciones Unidas en el tema de refugiados ha llamado a un cese al fuego para permitir a la población civil transitar hacia lugares seguros, pero no ha sido escuchado.

De hecho, Rusia bloqueó, el miércoles pasado, en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas, una resolución que pretendía imponer un alto temporal a las hostilidades en beneficio de los civiles, al tiempo que las pláticas en Ankara entre oficiales turcos y rusos no han conseguido llegar a un acuerdo para detener los combates.

Para quienes huyen del lugar está también el grave problema de hacia dónde ir. Los campamentos de refugiados en Turquía están atiborrados, pues 3.6 millones de sirios se han asilado en ese país a lo largo de los años pasados, de tal suerte que una gran parte de los cientos de miles de mujeres y niños hoy en busca de refugio, están teniendo que pasar los días a la intemperie en un clima gélido de temperaturas bajo cero, lo cual ha causado ya numerosos fallecimientos.

La Oficina de la ONU para la Coordinación de Asuntos Humanitarios ha declarado que la crisis ha alcanzado un nivel de horror, ya que aumenta la cantidad de gente hacinada en espacios cada vez más reducidos. Y es que escuelas y hospitales han sido destruidos en Idlib y Alepo bajo el fuego de los aviones rusos que actúan a favor del régimen de Al-Assad, mientras que la frontera turca ha sido sellada con el fin de evitar la llegada de más refugiados.

Ante este panorama, se vale la reflexión de dónde ha quedado la famosa consigna de “nunca más”, que cobró popularidad tras la segunda guerra mundial. Esta crisis humanitaria, derivada de una cruenta guerra de casi una década de duración, ha mostrado que, al igual que como sucedió con otras tragedias –como las de la antigua Yugoslavia o la de Ruanda, por citar sólo algunas– no existen aún los suficientes mecanismos internacionales para evitar despiadadas matanzas y desplazamientos masivos de población que afectan a millones de seres humanos.

El solo hecho de que, tras tantas muertes y tanto sufrimiento experimentados por la población siria en esta última década, el resultado final haya sido que el régimen brutal al que se pretendió derrocar se mantenga en el poder y vuelva a imponer su férula como si nada hubiera pasado. Esto es simplemente descorazonador porque resulta evidente que las lecciones dejadas por catástrofes anteriores no fueron aprendidas. Una vez más, el destino de millones de niños, mujeres y hombres está siendo sacrificado en el altar de los intereses geoestratégicos de los grandes poderes que juegan en el tablero de ajedrez del planeta.

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