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Todos los caminos llevan a Roma

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

No tuve la suerte de verla en pantalla todavía, menos aún en los jardines de Los Pinos que, guste o no, no deja de ser un momento histórico; debo volver a verla en cines para apreciar los detalles que la pequeña pantalla oculta. Le debo, le debemos a Cuarón una grande. Le debemos la mirada íntima, esa sin mayor pretensión de contar una historia, en la que todo lo que acontece es parte del enorme mosaico de la memoria íntima de un México que no sé si fue mejor o peor, ahora que para muchos todo tiempo pasado parece ser peor, como si una extraña tiña ancestral se cerniera, sobre todo, nuestro ayer, el que fue antes de que decidiéramos volvernos modernos e iguales al resto de los países que por alguna razón admirábamos. Porque hay varias cosas que debemos agradecerle de corazón al director y guionista de la película; la primera es el arte peculiar y sencillo de la resurrección, el volver a traer a la vida aquella ciudad en la que se paseaba el merenguero y las familias andaban sin miedo por las calles, una memoria embellecida por los recuerdos íntimos, la convivencia de las familias que, ya lo vimos, nunca han sido en realidad idílicas ni perfectas y segundo, le debemos haber tirado el panfleto espectacular a la basura; ésta no es la película ideologizada que el oportunista de ocasión hubiera querido retocar; todo lo que sucede muestra aquel mundo que éramos, lo que se mantiene y sigue existiendo no queda en la pantalla sino en la mente del que la observa.

Veo aquella ciudad con el cine Las Américas perfectamente recreado donde dos adolescentes de hormona alborotada como nos decían en aquellos días, hojeaban la revista Caballero, abuela del Playboy en español, que no venía en bolsita y que es, frente a lo que ofrece la pornografía a la que cualquiera puede acceder desde una computadora, una inocente colección de fotografías; veo aquella dulce ciudad íntima reflejada en un auto Valiant que desperdiciaba gasolina y contaminaba como ninguno, pero que era ideal para nuestras enormes familias que se aventuraban a las carreteras nacionales para ir a parar a un hotel familiar —tanto porque eran viejas parejas las propietarias y todos los que los frecuentaban eran padres con una prole gigantesca— y veo una ciudad en la que todos cabíamos con nuestros prejuicios y nuestros hábitos, los buenos y los malos, aun los peores: la paternidad irresponsable y casi anónima, nuestro clasismo y nuestro racismo, nuestra dificultad para lidiar con las palabras, pero también con la solidaridad de los sujetos y las familias, la dulzura en el trato, un poco sí de nacionalismo ramplón, barato si se quiere, pero que era orgullosamente nuestro. Me encuentro con Irma, la Cleo de mi casa, la Libo de la casa de Cuarón; aquellas chicas que lo dejaban todo para cuidar hijos que no eran los suyos, pero a los que adoraban como si los fueran, como si fueran sus propios vástagos, que hablaban náhuatl o mazateco, o como Irma, que sólo hablaba español, pero que tenía la piel de Cleo, de un moreno dulce y broncíneo, iluminado y un lunar cerca de sus ojos negros  y enormes, que me quería más allá de la duda.

Cuarón ha comprendido una de las lecciones más difíciles de aprender en el arte, en las artes narrativas; Borges, acudiendo a Kipling, decía que el autor puede escoger la anécdota, pero no la moraleja. Por eso nos viene a contar una historia, como esas que nos contaban mientras nos arropaban para dormir, la moraleja la deduce el que quiere; exhibe la brutalidad del halconazo, sugiere su mecanismo, pero no hace la disección del viejo régimen, ni de la guerra sucia y pienso que no es por falta de argumentos, sino porque en esta ocasión no es la historia que quiere contar y se mantiene fiel para ser lo más perfecto en su creación; nos muestra el sufrimiento y la desigualdad de Cleo, su condición marginal, pero no acusa a su patrona porque no tiene nada de que acusarla, después de todo es humana y generosa con ella. Por eso nos queda claro aquello de que la vida es breve y el arte es largo, tenía Cuarón poco más de una centena de minutos para contar una historia y ha creado una auténtica obra de arte y nosotros tenemos toda la vida para comentarla y sacar nuestras conclusiones.

Gracias a Cuarón, muchas gracias, por devolverme esos años de mi infancia, en los que nuestro país batallaba por labrarse un rostro propio antes de que nos cayeran encima los modelos de importación y las tentaciones y los espejismos que nos dieron color, mucho color, pero que no pudieron cumplir todas sus promesas; gracias por darme en blanco y negro, el recuerdo de aquella ciudad que dos terremotos no pudieron enterrar, pero que se fue como la bruma de la mañana de aquella apuesta por la modernidad de la que nunca podremos saber si, en realidad, fue nuestra mejor oferta.

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