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Discurso de odio, libertad y drama

César Benedicto Callejas

César Benedicto Callejas

Dicen que el pez por la boca muere, cierto, pero no es sólo lo que sale de la boca lo que expresa aquello que hay en nuestro corazón. Hace unos días se publicó que un tribunal había negado el amparo a un quejoso que se sentía discriminado por haber sido separado de su empleo, por exhibir públicamente el tatuaje de una cruz gamada. El tribunal lo consideró un discurso de odio y no exigió reparación de daño alguno.

El debate sobre los límites entre la libertad de expresión y el derecho de la sociedad, y los demás, volvió a hacerse presente. En este tiempo de inmediatez informativa, de discurso rápido, efímero y aparentemente sin consecuencias, el discurso de odio trata de pasar desapercibido, aparece como inocente expresión de la personalidad o como incipiente debate político: genocidios, racismo, clasismo y otras lindezas juegan, si no con la inocencia de la gente, sí con esa especie de buena voluntad que rige entre la gente civilizada.

Se valen de los áreas de oscuridad o penumbra para irse construyendo un espacio en la sociedad y luego un lugar en la vida política y es aquí donde una lucecita amarilla se prende en nuestras conciencias. Está bueno de gracias, hay algo que no marcha, la sabiduría popular lo diría de otra manera: “Entre broma y broma, la verdad se asoma”. La sonrisa se nos hiela porque, sin notarlo, estamos siendo expuestos a nuestros peores defectos, los que nos vienen por efecto de la velocidad de los procesos y nuestra ausencia crítica frente a un mundo cada vez más cómodo.

Da lo mismo acusar con la misma ligereza de dictador y agente de la CIA, al que de inmediato denostamos como indio populista; se nos derrama la bilis porque le damos asilo al exiliado y aplaudimos al que está harto de ver migrantes en las calles. El problema radica en que siempre es el otro quien sufrirá las consecuencias y nunca nos creemos que la mala fortuna nos tenderá la trampa de ser el siguiente. Y es que los chistes y los memes, bien celebrados y algunos impecables en el juego de palabras, nos sitúan como objeto de nuestra propia carcajada. De muchas maneras, la explicación de Hannah Arendt ha calado hondo en nuestra conciencia: los genocidas no son tipos malos, son simples burócratas eficientes, porque tememos aceptar que frente a la banalidad del mal, se alza la credibilidad del mal y callamos por respeto, cosas que podemos decir respetuosamente. Al principio uno podría creer que el cobijo del anonimato justificaría nuestra alegría de ofender, pero aparecemos con máscaras que nos permiten hacer presencia impune porque lo importante es celebrar el nuevo ritual de la desgracia.

Si ya me decía yo, que aquello del viejo Millán Astray y su grito de “muera la inteligencia” ofendiendo a Unamuno, algún día tendría consecuencias; hoy despreciamos el conocimiento; el ingenio es lo que vale y a veces, ni eso; prima la oportunidad, la mordacidad y el orgullo de tribu herida. En la medida que adoptamos los nuevos eufemismos, que nos negamos a aceptar la realidad como viene y tenemos que asumirla maquillada, pasteurizada y descafeinada; en esa misma medida en que nos desgarramos las vestiduras por un espectáculo de tauromaquia –al que nadie está obligado a asistir– y no decimos nada frente a los casi tres mil huérfanos que dejó la guerra del narco y que nadie quiere adoptar, nos aterramos si se habla de feminicidio, pero celebramos alegremente la publicidad machista que, después de todo, no es más que chacota y broma, cosa pasajera y sin sentido, cuando en realidad es una mancha en la conciencia.

De pronto nuestro desdén se volvió peligroso, valores que fueron parece que no volverán porque, en aras de democratizar la opinión, alguna mano invisible como la del mercado decidió que los buenos modos, la cortesía y las razones ya no bastan, el filo de la lengua se hizo el punto nodal del debate. Voz de decepciones en los que el golpe ha sustituido a la esperanza y el conocimiento ha cedido el paso al efecto de computadora.

La luz amarilla se torna roja y nos damos cuenta de que no estamos en presencia de una broma sino de una tragedia en ciernes, porque a nadie le interesa oír hablar de dramas y cosas desagradables, apenas nos contentamos con parecer medianamente informados; apelando a la conciencia individual, al dolor personalísimo, queremos aparecer como paladines humanitarios, pero dejamos de fondo el problema sin resolver, dejamos que el huevo de la serpiente se siga incubando, pero ponemos un foco tibio para que la propia serpiente no muera de frío.

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