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Un cierto tufo maoísta

Cecilia Soto

Cecilia Soto

El argumento va así: como somos un país pobre, no podemos tener un avión de lujo para el Presidente. Quito «de lujo» y repito. Porque somos pobres, ni la Presidencia ni el gobierno pueden contar con aviones, helicópteros o sucedáneos con alas. Ya sabemos que el frustrado TP 01 no lo tenía ni Obama ni Trump porque era demasiado poca cosa para transportar al presidente de EU. Pero me importa el corazón del argumento, no si se trata del Dreamliner o del Aeropuerto de Texcoco. Y el argumento central exhala un tufillo de igualitarismo maoísta que daría risa si no fuera porque los experimentos de igualitarismos a fuerzas han tenido resultados trágicos tanto con la Revolución Cultural china como con el Jemer Rojo en Kampuchea, hoy Camboya o con las hambrunas en Corea del Norte.

No creo que estemos cerca de semejantes excesos por más que en el partido en el gobierno existan corrientes que simpaticen con esas experiencias o con sus  adaptaciones latinoamericanas. Pero sí creo que resulta atractiva todavía para muchos la idea de que, mientras haya una pobreza tan generalizada en prácticamente la mitad de la población, no se debe aspirar a tener algunas obras de infraestructura de primer mundo.

Con esos argumentos jamás se hubiera terminado el Palacio de Bellas Artes. Como se recordará, el palacio blanco lo inició en 1904 Porfirio Díaz como parte de las celebraciones del primer centenario de la Independencia. El arquitecto Adamo Boari, encargado del proyecto, quería una obra que “no la tuvieran ni… los mejores teatros europeos”. Inició con un presupuesto de cuatro millones de pesos de los de entonces para pronto triplicarse. La obra se interrumpió, primero, por un hundimiento de casi dos metros y después por la irrupción del movimiento revolucionario.

Para cuando hubo un gobierno que más o menos funcionaba, comenzó el debate. ¿Qué hacer con una obra faraónica, además de horrible (porque sólo el cariño que le tenemos nos impide ver que es más feo que un pastel de quince años)? ¿Tirar este símbolo del despilfarro y la corrupción de la dictadura de Porfirio Díaz? ¿Dedicar ingentes cantidades de dinero para terminar una obra que sería aprovechada por las minorías cultas? Como escribieron en 1934 el ingeniero Alberto Pani y el arquitecto Federico Mariscal al entregar la obra, “la idea de una grandiosidad no igualada ni en las más suntuosas capitales europeas impedía advertir, quizás, el contraste del edificio en ejecución con la general pobreza urbana y la miseria del medio artístico”.

Después de debatir si se abandonaba (o se inundaba) o se demolía porque había demasiadas necesidades y resultaba polémico gastar en un palacio de las artes siendo tan pobres,  el gobierno revolucionario decidió terminarlo para darle a la cultura una gran sede. Creo que los arquitectos de entonces compartían la idea de que, si se concluía, no se podía replicar la fealdad exterior al interior. Y lo embellecieron con mármoles, estatuas, escaleras,  vitrales, diseños inspirados en el art déco y murales maravillosos que todavía quitan el aliento. Y seguimos siendo desiguales y pobres, pero cientos de miles, quizá millones, han cambiado y se han estremecido al recorrerlo y ser testigos del poder del arte, del encuentro con lo bello y lo dramático, y lo sublime y lo terrible.

Lo mismo puede decirse de la construcción de Ciudad Universitaria en el sur de la Ciudad de México. Hoy, 48% de la población es pobre. Como lo ha documentado el investigador Miguel Székely, en 1950 era pobre el 80% de la población. Que se necesitaba un campus universitario era obvio. ¿Pero cómo debía ser una ciudad universitaria de un país pobre? ¿Debería gastarse lo mínimo para una universidad que, aunque gratuita, no podría dar acceso a la mayoría de los estudiantes? ¿Deberían construirse apenas las aulas más austeras, más espartanas, para repartir el sobrante entre los más pobres? ¿Debería dedicarse un edificio al estudio de la filosofía y un auditorio para conciertos y una sede para un museo cuando el analfabetismo y la desnutrición asolaban a tantos mexicanos? ¿Debería hacerse una universidad para las difíciles circunstancias del presente o para asaltar el futuro?

¿Barracas para los estudiantes pobres? No. La comunidad universitaria de 1948 a 1952 entró en un frenesí de entusiasmo y creatividad ante la posibilidad de tener una sede propia. Los mejores arquitectos de México, sus urbanistas más brillantes, los ingenieros más talentosos, los mejores artistas y paisajistas y más de diez mil obreros cuyos hijos seguramente ya son universitarios, hicieron de Ciudad Universitaria un sitio de estudio, pero, sobre todo, de belleza, innovación y audacia que todavía es una inspiración, tanto así que, en 2007, el campus de CU fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad y lo es. Los mexicanos se reconocen en los hitos que demuestran talento y arrojo. Lo desigual puede inspirar y motivar.

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