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La Constitución y los Masiosare

Cecilia Soto

Cecilia Soto

Vamos a ver: ¿la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) “le falta el respeto al Estado mexicano” o el Estado mexicano le falta el respeto a las y los mexicanos? Me refiero, por supuesto, a la reacción del secretario de Gobernación, Adán Augusto López, a la sentencia de la CIDH sobre el caso Tzompaxtle Tecpile. En este caso, Jorge Marcial Tzompaxtle, su hermano Gerardo y otra persona fueron detenidos en 2006 en una carretera de Veracruz y acusados de cohecho y delincuencia organizada en la modalidad de terrorismo. ¿Las pruebas? Después de pedir auxilio a la policía porque su auto se había averiado, ésta les encontró materiales de propaganda política. Un hermano de los Tzompaxtle, Andrés, había sido guerrillero del EPR. Para un excelente análisis del caso y de la sentencia véase el artículo del ministro en retiro José Ramón Cossío en El País.

Entre otras disposiciones, la sentencia obliga al Estado mexicano a modificar la Constitución en materia de arraigo y prisión preventiva oficiosa. La airada reacción del titular de Gobernación permite reflexionar sobre la brecha que hay entre la Constitución, especialmente a partir de la profunda reforma de 2011 al artículo 1 constitucional en materia de derechos humanos y la inercia de seguir viendo al mundo con los ojos de la víctima de varios no muy extraños enemigos que invadieron y llevaron a la pérdida de la mitad del territorio nacional. México ha sido el último país de América Latina en darle jerarquía constitucional a los instrumentos del derecho internacional en materia de derechos humanos. Primero fue Perú en 1979; luego, Brasil en 1988; Chile en 1989; Argentina en 1994 y México en junio de 2011. Todas esas naciones, menos México, padecieron dictaduras. Al transitar a la democracia hicieron nuevas constituciones o grandes reformas democratizadoras.

En nuestro caso, la idea de permitir que organismos internacionales pudieran opinar sobre procesos internos era inconcebible. El síndrome Masiosare más la experiencia única de vivir junto a la mayor potencia económica y militar del mundo tiñó de soberanismo y excepcionalismo nuestra vida política y las relaciones con el mundo. Desde justificar el fraude electoral en los estados fronterizos “porque se venderían los estados a EU”, resistirse a la apertura comercial y no permitir “visitas” internacionales que juzgaran políticas internas. De 1990 a 1994 se desarrolló el saludable debate sobre el TLCAN. En enero de 1994, Luis Donaldo Colosio anunció que su campaña invitaría por primera vez a observadores electorales internacionales, causando estupor. Durante su estadía como titular de la Secretaría de Relaciones Exteriores, Jorge Castañeda Gutman, invitó a distintos relatores de la ONU a visitar y evaluar a México.

Ahora nos parece natural y sobre todo necesaria esta rendición de cuentas de México ante organismos internacionales especializados, pero hace 30 años muchos de nosotros seguramente hubiéramos reaccionado como lo hace hoy el secretario Adán Augusto. “Es un despropósito de la Corte Interamericana el ponerse por encima de la Constitución… no puede haber ningún poder por encima del Estado mexicano… Y no puede haber ninguna Corte que, por más interamericana (que) cometa ese despropósito de obligar al Estado mexicano a modificar la Constitución (…) No estamos de acuerdo y no aceptamos que haya un suprapoder por encima del Estado de derecho” (sic).

La reforma de 2011 que pone en el corazón de nuestro ordenamiento jurídico a los derechos humanos y que deja de considerar a los individuos como recipientes de garantías que otorga la Constitución para pasar a considerarlos sujetos de derechos, capaces de exigir su cumplimiento, no hubiera sido posible sin el lento cambio de las instituciones, de la clase política pero, sobre todo, de la ciudadanía gracias a las luchas por la democracia y a una mayor exposición al debate internacional.

La CIDH no es un “suprapoder” como afirma el secretario Adán Augusto, sino un organismo cuyas relaciones con los Estados están regidas por la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, de la que nuestro país es Estado parte. En su artículo 27 dice: “Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento interno”.

Cuando pienso en la actual redacción del artículo primero se me viene a la memoria aquella poesía de Gabriel Celaya, La poesía es un arma cargada de futuro. Con el principio propersona y las exigencias de progresividad y no regresión de los derechos reconocidos en la Constitución, ésta también es un arma cargada de futuro; una Constitución que crece y se amplía en calidad conforme crece y madura la ciudadanía. Y como dice la UNAM en su análisis de la reforma de 2011: “El Estado no podrá disminuir el grado alcanzado en el disfrute de los derechos; este principio debe observarse en las leyes, políticas públicas, decisiones judiciales y en toda conducta estatal que involucre derechos”. Por todo ello, para honrar y celebrar la Constitución es necesario defender al INE y derrotar la reforma regresiva del plan B.

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