El dueño del cerillo

Cecilia Soto
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A la ministra Norma Lucía Piña, solidariamente.

El 2 de enero pasado, la ministra Norma Lucía Piña fue electa presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

El 3 de enero, el Presidente de la República la señaló como alguien que siempre había votado en contra de proyectos que provenían del Ejecutivo. También como una ministra que había votado en contra de un proyecto que combatía la evasión fiscal. Y que había favorecido con su voto que los ministros ganaran tres veces más que el Presidente.

El 5 de febrero, en la celebración en Querétaro de un aniversario más de la Constitución y contra todo protocolo, se impidió que los titulares de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial entraran juntos al Pleno para recibir, en conjunto, los honores de los asistentes a la celebración. Cuando ingresó el presidente López Obrador, la ministra Piña le aplaudió sentada. Asistentes del secretario de Gobernación, Adán Augusto López, cambiaron a un extremo del presídium los lugares de la ministra Piña y del diputado Santiago Creel, que deberían haber ocupado el centro junto con el Presidente.

El 6 de febrero, el Presidente se preguntó en la conferencia mañanera “¿cuándo se había visto que se quedara sentado el presidente de la Corte en un acto así?” (nunca, pero es que es la primera vez que hay una presidenta, diría yo).

El 8 de febrero, el Presidente afirmó que la ministra Piña llegó a la presidencia de la Corte gracias a él (ella no tiene méritos, él los tiene todos).

El 24 de febrero, al referirse al ministro en retiro, José Ramón Cossío, como futuro orador en la concentración del 26 de febrero a favor del INE y de la Corte, lo describe como un “corruptazo conservador, al igual que la mayoría de los ministros”. Acusa también a la Corte de “fraude a la Constitución”.

El 1 de marzo, unos cuantos días después de la concentración en defensa del INE, el Presidente declara “apenas llegó la nueva presidenta (de la Corte) y se desató una ola de resoluciones a favor de presuntos delincuentes”.

Horas después, circula en Twitter en una cuenta anónima una amenaza de muerte a la presidenta de la SCJN. El Presidente calla.

El 2 de marzo, después de que colegios de abogados exigen respeto y protección a la ministra Piña, el Presidente no sólo no pide protección para ella, sino que insinúa que la amenaza se trata de un montaje “de los conservadores”. El presidente del Sistema de Medios del Estado Mexicano, Jenaro Villamil, insinúa en un tuit que la abogada Piña llegó a ser ministra de la Corte por obra y gracia del crimen organizado: (…) llegó con el apoyo del consejero jurídico, Humberto Castillejos, excuñado de Luis Cárdenas Palomino, brazo derecho de García Luna”. El Presidente calla.

El 8 de marzo, una performancera partidaria del obradorismo se manifiesta frente a la Suprema Corte con una metralleta falsa, pidiendo la remoción de la ministra presidenta. El Presidente calla.

A partir de esa fecha se multiplica la presencia diaria de grupúsculos de manifestantes frente a la Corte demandando la renuncia de la ministra presidenta.

El 18 de marzo, en la concentración convocada por el Presidente para celebrar un aniversario más de la Expropiación Petrolera, abundan los carteles pidiendo la renuncia de la ministra presidenta, exigiendo también que el Presidente reforme la Corte a su favor; se exhibe durante el evento un muñeco de gran tamaño con la cara de la ministra; el terminar el mitin y en un extremo de la plaza se quema la representación simbólica de la ministra, entre cantos de “es un honor estar con Obrador”. El Presidente calla.

Pero resulta que el Presidente está obligado a no callar. No se trata de su voluntad ni de su simpatía o antipatía por el Poder Judicial y en particular por la ministra Piña. Se trata de una obligación derivada de su juramento de “guardar y hacer guardar la Constitución”, así como los tratados y convenciones internacionales firmadas por México.

Desde la Constitución, en su artículo primero, pasando por las convenciones contra la discriminación de todo tipo y por el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, obligan al Estado parte, por vía del jefe de Estado, a impedir el discurso de odio: “Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley”. Y el Presidente juró hacer cumplir la ley. La ley de la CDMX para prevenir y eliminar la discriminación condena, en su artículo 6- XXIX: Incitar a la exclusión, persecución, odio, violencia, rechazo, burla, difamación, ofensa o injurias en contra de cualquier persona…”.

El derecho a la libertad de expresión no es absoluto; termina ahí donde afecta los derechos de terceros, en particular el derecho a una vida libre de violencia.

Moje la caja de cerillos, Presidente. Ponga ejemplo de templanza y cordura; reproche y condene las expresiones de odio y violencia entre sus simpatizantes. La ley y la prudencia lo obligan.

 

 

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