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La comodidad

Carlos Carranza

Carlos Carranza

Hace unos días escuchamos, desde la tribuna del Palacio Nacional, un discurso que nos conduce a más preguntas que certezas, inquietudes que se derivan de un aparente malestar presidencial con respecto al regreso a las clases presenciales en las instituciones de nivel superior. Tal vez el cuestionamiento sea oportuno; sin embargo, la bruma y espesura de algo más complejo se enreda en la demanda de López Obrador.

Fiel a su estilo provocador, que tanto alimenta el espíritu de sus fieles adeptos, se lanza a cuestionar y descalificar el trabajo docente que se implementó durante esta pandemia y que ha afectado no sólo al sector educativo. Resulta un ejercicio un poco absurdo tratar de imaginar cuál es la imagen de los docentes que ronda por los prejuicios del habitante del Palacio. Cada sector productivo de este país –y del mundo– se vio obligado a generar todo tipo de recursos para hacerle frente al reto que ha implicado este año y medio de un trabajo al que pocos estaban preparados.

Desde el inicio de este ciclo escolar se ha planteado, de diversas maneras, la necesidad de un regreso a clases de manera presencial. Lo cual es fundamental para el bienestar socioemocional y académico de los estudiantes y docentes, por lo que ha implicado un modelo que, si se corría con mucha suerte, se basaba en clases virtuales gracias a que se contaba con los dispositivos adecuados. O, en muchos otros casos, por el trabajo que podía implicar la enseñanza a través de la televisión y el respectivo seguimiento –muy complejo– por parte de las y los docentes.

Toda institución educativa se vio obligada a reinventar procesos y mecanismos que permitieran a su población estudiantil intentar sortear sus propios retos y dificultades. Cada escuela de nivel básico, medio superior o superior sabe los alcances de sus adecuaciones que, en un abrir y cerrar de ojos, se echaron a andar y que, durante estos dieciocho meses, no paralizaron el sector educativo. “¿Está cómodo para quien está recibiendo su dinero y no corre ningún riesgo y nos vamos a acostumbrar a ello? Eso significa atraso, si ya se vacunó a maestros y ya ha quedado de manifiesto que no hay riesgos graves ¿Por qué no se regresa a clases?” fue parte de su discurso, lleno de grisura. Más allá de esa noción de “comodidad”, se está hablando de las instituciones con la mayor cantidad de estudiantes en el país. Y eso conlleva dificultades y un riesgo que se haya resuelto en diversas instancias gubernamentales.

No resulta “extraño” que –luego de un reportaje tendencioso que cuestionó el trabajo docente de quienes laboran en la UNAM, la UAM y el IPN– las palabras de López Obrador hayan sido un eco más virulento y lejano de una realidad que, día con día, se desarrolla en dichas instituciones. A lo anterior se suma el pronunciamiento acerca de las “mafias […] que dominan las universidades públicas” y su pequeño pellizco a los sindicatos, verdaderos alfiles del sexenio en turno. Quizá no sea una casualidad este vaivén discursivo, ajeno a la dimensión política –y electoral– que esto implica.

Es posible que esta coyuntura ponga en la mesa lo que se ha dejado de lado y que, con un simple carpetazo, parece ahogarse en la prisa por normalizar la vida del país: el rezago, la precarización y la desigualdad que existe en el sistema educativo, factores que quedaron en evidencia al inicio de esta pandemia, han dejado de ser temas centrales en los aspectos más urgentes por atender. Nadie pone en tela de juicio la necesidad de niñas y niños, de las y los jóvenes por volver a clases, aquí el asunto es que si ese fuera el principal eje de las acciones presidenciales, las prioridades en cuanto al presupuesto asignado a la educación y cultura, a la ciencia y a la investigación serían muy diferentes. No obstante, es más viable poner en la picota a quienes han intentado seguir haciendo la diferencia.

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