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Expresiones

Rosas Lopátegui rememora al escritor Gustavo Sainz

La profesora y crítica literaria recuerda al escritor fallecido el 26 de junio

Patricia Rosas Lopátegui/Especial | 18-07-2015

CIUDAD DE MÉXICO, 18 de julio.- Conocí a Gustavo Sainz en 1977. En aquellos años estudiaba Letras Españolas en el Tecnológico de Monterrey y mi amiga Lourdes Madrid Velarde y yo habíamos obtenido el Premio de Ensayo Literario José Revueltas en torno a dos novelas de Salvador Elizondo. Gustavo era el director del Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y nos entregó dicho reconocimiento en Gómez Palacio, Durango.

Recuerdo que Sainz, siempre generoso y entusiasta de promover a los jóvenes, nos dijo que contáramos con él para continuar con nuestras investigaciones literarias. Yo le tomé la palabra y en 1980 me uní a su grupo de colaboradores en la Dirección de Literatura del INBA, para organizar talleres literarios en las preparatorias, editar La Semana de Bellas Artes, realizar conferencias, antologías de noveles autores, entre otras actividades. Ahí trabajé con Ignacio Trejo Fuentes, Humberto Rivas, Josefina Estrada, Salvador Castañeda, Arturo Trejo Villafuerte, Javier Córdova y Vicky Meraz... 

Gustavo era un volcán de ingenio y pasión, siempre sonreía. Era insaciable y con frecuencia llegaba a la oficina con ideas que nos hacía poner en marcha bajo su permanente afán creador. Recuerdo que todos los días aparecían escritores para verlo en busca de apoyos y proponerle proyectos. Gustavo los recibía y, como un prestidigitador, echaba a andar su imaginación para concretar dichas propuestas. Pero esta etapa de mi vida duró dos años. Este centro cultural que el autor de Gazapo (1965) había edificado con tanta dedicación lo destruyó el Estado con ese poder corrupto y dictatorial que caracteriza al sistema mexicano.

En 1986 nos reencontramos en la Universidad de Nuevo México (UNM), donde Sainz fungía como profesor de literatura mexicana y latinoamericana. Yo llegué para estudiar el doctorado bajo su dirección, pues en la época de Bellas Artes había reiniciado mis pesquisas sobre la vida y obra de Elena Garro.

Gracias a Gustavo había obtenido datos relevantes sobre ella, ya que en aquel entonces nadie quería hablar de Elena y los que hablaban, sólo emitían difamaciones y diatribas en su contra. Él me había guiado en mi interés por la obra de la autora de Los recuerdos del porvenir (1963) y facilitado su domicilio en España. Gracias a él entré en contacto por primera vez con la escritora en 1981. Fue bajo su orientación que escribí mi tesis del doctorado (1990), centrada en otra de las novelas emblemáticas de Garro: Testimonios sobre Mariana (1981). Por cierto, yo había leído esta obra en el manuscrito original. Sainz era editor en Grijalbo, y Nacho Trejo, como uno de sus colaboradores, un día llegó al tercer piso de la Torre Latinoamericana donde trabajábamos con la novela mecanografiada por la propia Elena y me lo proporcionó. Aún conservo esa fotocopia del original.

En 1997, cuando Alessandra Luiselli y yo fuimos a visitar a Garro en Cuernavaca, recuerdo que nos recibió con alegría y nos comentó: “Quiero mucho a Gustavo Sainz, porque es uno de los pocos intelectuales que no me difamó después del 68”. Ya sabemos que Garro y Sainz fueron chivos expiatorios del poder político y de la cultura oficial.

Sabiendo que era un gran conocedor de la literatura mexicana y amigo de un sinfín de escritores, en 2008 lo contacté para preguntarle sobre Guadalupe Dueñas. En uno de nuestros comunicados vía correo electrónico, hasta ahora inédito, me respondió: “Con Guadalupe me unió una gran amistad. Durante más de diez años fuimos juntos al cine, de lunes a viernes, sin faltar nunca. A veces nos acompañaba Leopoldo Duarte, el librero de Libros Escogidos. Ella inventó una clasificación para algunas actrices que me hacía mucha gracia. Decía que eran ‘unas bonitas-horribles’. Y a partir de ahí las mirabas y en efecto eran feas, pero el maquillaje, la iluminación, la actuación, las hacían ver distintas. Muchas cosas que me contó Guadalupe las incorporé en mi novela Compadre Lobo (1977), para humanizar al personaje de Amparo Carmen Teresa Yolanda. Otro episodio que no sé si es verdad, ni tampoco en qué año sería, es que Guadalupe iba con Octavio Paz caminando por una calle de San Pedro de los Pinos, y de pronto Octavio se subió a un árbol, y desde arriba le preguntó si quería ser su novia. Guadalupe decía que no le dio risa, sino un gran susto”.

Tres años después, buscando datos sobre Dueñas, llegó a mis manos la primera edición de su libro Tiene la noche un árbol (1958), de la biblioteca de la Universidad de Kansas,  dedicado a Sainz. Se lo comenté y recordó: “Sí, Lupita me dibujaba gatitos que deben estar en alguna de mis bodegas”. Sin duda, el autor de Muchacho en llamas (1988) es uno de esos seres de quien siempre surgirán anécdotas memorables por haber sido un escritor comprometido con la libertad creadora y con la difusión de la literatura.

Se dice que Sainz dejó de tener presencia en la cultura nacional a partir de su mal llamado “autoexilio”. El tiempo es uno de los mejores jueces. Cada creador es su obra y su legado. Y él se encargará de reconocer plenamente las aportaciones de intelectuales y promotores culturales como Sainz, quien nunca se fue de México, pero, lo más importante, quien profesaba la filosofía de Hugo de San Víctor. Recuerdo que un día Gustavo sacó un libro de su biblioteca y me mostró esta cita: “El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquél para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero”.

Ahora corresponde a las nuevas generaciones revalorar toda su labor y acervo no sólo como escritor, sino como promotor cultural, periodista, maestro, antologador, estudioso del buen cine y mucho más... Gracias, Gustavo, eterno muchacho en llamas.

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