Logo de Excélsior                                                        
Comunidad

Las micheladas no se han ido de La Lagunilla

Todos lo que venden cerveza tienen la esperanza que el operativo desaparezcan con el tiempo

VICE / Memo Bautista | 24-05-2016
Cerveza en vaso de cartón encerado.
Cerveza en vaso de cartón encerado.

CIUDAD DE MÉXICO.

El reporte de la policía del Distrito Federal decía: “Con la finalidad de erradicar la venta de bebidas embriagantes en la vía pública, esta mañana… (se) implementó un operativo contra estos establecimientos ambulantes conocidos como “chelerías”. Lo granaderos habían ido temprano, a las ocho de la mañana del 16 de agosto, domingo, precisamente domingo, a los tianguis de la Lagunilla (el itinerante) y los del barrio de Tepito (el permanente), a las afueras del Centro Histórico de la Ciudad de México, a impedir que se colocaran los comerciantes que sirven cerveza y preparan micheladas, gomichelas, mojitos y demás tragos.

Había policías en calles donde pocas veces se les ve caminar: Jesús Carranza, Caridad, González Ortega, Fray Bartolomé de las Casas, Tenochtitlán, Matamoros, Toltecas. Hasta ahí, en las entrañas del tianguis tepiteño, entre la “ropa de marca y de moda”, las carteras de piel, el perfume “original”, los lentes oscuros que jamás tendrán filtro UV aunque se asegure lo contrario; los discos pirata, los tacos de hígado, las migas o los jochos de 3 por 20 pesos; donde todo es laberíntico y sólo el que ha recorrido el barrio varias veces no se pierde, llegaron 700 granaderos con casco y careta, espinilleras y rodilleras con refuerzo de un material ligero parecido al metal, los chalecos antibalas y escudos antimotines, y se llevaron el carrito de supermercado del Negro y las 50 cervezas que apenas había metido a la tina con hielo.

Lo mismo le pasó a otros cinco, por despistados.

Ese día ni doña Norma, con su cara de tierna abuelita, vendió las micheladas que han hecho famosa su tienda entre los jóvenes que llegan a la Lagunilla, a la calle de Bocanegra, para tomar este preparado que balancea muy bien el amargor de la cerveza con el escarchado de limón, sal y chile piquín, o la mezcla ácida, dulce y picante de esa salsa mexicana hecha con fruta y que se conoce como chamoy.

La vigilancia estuvo todo el día hasta que los comerciantes comenzaron a levantar sus puestos, por ahí de las cuatro de la tarde. Todo se mantuvo a raya. Ese día nadie bebió michelada o cerveza en vaso de cartón encerado. La policía lanzó una advertencia: el operativo será permanente en la zona y los fines de semana se incrementará el número de elementos en el dispositivo, así como, inspectores de vía pública de la delegación Cuauhtémoc, para erradicar este tipo comerció informal.

A los primeros que ven son a los que se llevan”, me dice Óscar el siguiente sábado, en su puesto de ropa que está sobre el Eje 1, en Tepito, a una cuadra de Peralvillo, una de las calles donde se instala los domingos el tianguis de la Lagunilla. “Hace un año también hubo operativo, duró nada más un día. A mí me tocó. Tenía mi mesita afuera con el chamoy, los limones, todo, los vasos, la sal. Ya estaba toda floja, hasta temblaba, ya la iba a cambiar. Y qué llegan de repente y pos se llevaron mi mesa y dos barriles que estaban ahí. El otro lo escondí. Le aventé ropa encima”.

Óscar lleva cuatro años vendiendo cerveza los fines de semana para completar el ingreso. Pero casualmente hace unos días la válvula que coloca en el barril para despacharla se le descompuso, así que no le tocó el operativo más reciente. Suele colocar el barril de metal de 30 litros en una tina de plástico con hielos para que se mantenga fría. Cada uno le cuesta en promedio 700 pesos. La michelada de litro la vende en 50 y el vaso de medio en 30. A unos cinco metros adelante de él hay un puesto que vende churrasco, chorizo argentino, arrachera y otros cortes que asan en una parrilla y que da hacia el tráfico vehicular. Ahí exhiben, en botellas vacías de caguama —como se le conoce a la cerveza de 940 mililitros— las seis marcas que venden. Más adelante, a unos 30 pasos, un puesto de unos tres metros de largo ofrece micheladas con diferentes tipos de chamoy, endiabladas (con mucho chile), cubanas (con salsa Maggi y salsa Inglesa) y gomichelas (con gomitas enchiladas).

“Estoy pensando en ya dejar de vender cerveza. Ve, ya todo mundo la vende. Así ya no es negocio”. Óscar mira al vacío con decepción, como que recuerda los buenos tiempos de la cerveza callejera.  “Antes vendía los tres barriles diarios, ahora sólo uno por día y me tengo que ir bien tarde, como a las seis o siete, porque si la dejas para el otro día se le va el gas y ya no sirve, no sabe buena. La vez pasada vinieron, hicieron su pancho con el operativo y se quedaron todo el día los granaderos, acá sobre el Eje 1, pero no entran a Aztecas o Tenochtitlán. Al otro día todos volvimos a sacar nuestras cosas, otra vez. Lo que pasa es que alguien les dio el pitazo”.

El Artículo 25 de la Ley de Cultura Cívica del Distrito Federal, prohibe el consumo de bebidas embriagantes en la calle.

El tianguis de la Lagunilla tiene su origen en el “baratillo”, un mercado al aire libre, en la época de la Colonia, que se encontraba en lo que es hoy la plancha del Zócalo. Ahí se vendían objetos de cualquier tipo, muebles usados, chucherías y baratijas. Con el crecimiento de la ciudad y la construcción de nuevos edificios, el mercado pasó de un lado a otro por algunos siglos, hasta que en 1930 se trasladó al barrio de la Lagunilla. Sin embargo, su vocación errante no lo ha hecho quedarse quieto. Estuvo en la calle de República de Paraguay, luego en República de Ecuador, en Callejón de la Vaquita y en Ignacio López Rayón . Pero en 1979, cuando se construyó el Eje 1 Norte, fue llevado a su ubicación actual, en la calle de Comonfort. Y desde entonces, alrededor de él se han colocado puestos de ropa de diseñadores que no tienen espacio en las tiendas convencionales, comida, estéticas, videojuegos, zapatos, juguetes, tatuajes, perforaciones y, por supuesto, cerveza y bebidas alcohólicas.

El domingo 23 de agosto el tianguis de la Lagunilla volvió. Los granaderos también, pero de forma discreta. No hubo formaciones ni nada por el estilo. Simplemente, como ya tenían detectados lo sitios donde se vende la chela, se colocaron en los lugares, entre las estructuras de fierro con pintura gastada, el esqueleto del puesto. Por primera vez en muchos años, tal vez unos diez, los pequeños antritos de dos metros cuadrados, con dj, música electrónica,  michelada y marihuana, estaban vacíos.

Pese a todo, la chela encuentra su rumbo, como el agua cuando cae en una avenida que antes fuera río,  sigue circulando, aunque en menor cantidad. Sin problema, como todos los domingos la gente camina entre la ropa, la cháchara, las antigüedades, los diseños, las pipas para fumar crack y mariguana, los inciensos, las alitas de pollo fritas, la chapata gourmet, el choripan argentino, y demás puestos con los vasos de un litro llenos de cerveza, la espuma hasta el borde que parece detenida por el escarchado de chamoy, del que hay tanta variedad como vendedores de chela. Algunos llevan el vaso en un bolsa de papel de estraza para que no se vea el contenido, pero el resto va como si nada.

Los puestos de comida de alguna forma se la arreglan para vender michelada. También una chelería y bar ambulante con cocteles. Entre la gente se abre paso un muchacho con una charola honda, más parecida a un cajón, de la cual sobresalen vasos de plástico transparente, como de medio litro, con hielo, una bebida incolora, una rama de yerbabuena y una rodaja de limón como adorno: los mojitos. También camina por ahí una anciana con un carro de mandado que en vez de fruta, verdura u otros alimentos trae pulque, de Hidalgo.

A unos metros de un puesto que vende “baguets gourmet”, papas fritas y cerveza hay una plática entre varios policías y el dueño del lugar de comida. La mirada del chico es de incertidumbre. El policía le habla muy discretamente. En el puesto la familia, que atienden a los clientes, tratan de aparentar que no pasa nada, pero el ambiente se siente denso. No dejan que nadie se saque ni la foto del recuerdo con la famosa bebida. Nadie quiere hablar, mucho menos que le tiren una imagen. Los clientes no saben si les van a servir más cerveza. Luego de unos minutos, el dueño del puesto termina de hablar con los de azul, se acerca a su negocio y da la orden a quienes están preparando las micheladas: “sírveles y que se vayan moviendo. Que no se quede aquí la gente”. Y así se hace. Los clientes son despachados con rapidez.

Lo mismo sucede con el puesto de la Güera. Ella, su marido y sus cuñados preguntan a las personas que se forman con qué cerveza van a querer la michelada, oscura o lager. Sumergen la boca de los vasos en la espesa salsa de chamoy, destapan la caguama, sirven la bebida fermentada y cobran 60 el vaso de litro y 35 el de medio. No platican tanto como en otras ocasiones. Atienden rápido a la gente para que no se amontone.

La semana pasada no vendimos nada, ni nos pudimos poner; ahora más o menos, ya ves cómo son”, y con la cabeza señala hacia los policías a unos 10 metros de nosotros, que recargan los brazos y el pecho en su escudo.

La Güera y su familia, así como todos lo que venden cerveza tienen la esperanza que el operativo desaparezcan con el tiempo. Me vienen a la mente las palabra se Óscar: “Esto no se va a acabar. Los policías no va a durar mucho tiempo. Es mucho gasto tener a tanta seguridad nada más por cerveza”.

asj

 

Puedes leer la nota completa en MUNCHIES de Imagen intermedia

*Este contenido es publicado con la autorización de Vice. 

Te recomendamos

Tags

Comparte en Redes Sociales