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El arte de hacer tlayudas

En la calle Santísima, en La Merced, se puede encontrar un real ambiente oaxaqueño, justo en el centro de la Ciudad de México

VICE / Memo Bautista | 11-02-2016

Bienvenidos de nuevo a la columna Sazón de Barrio, donde perfilamos a cocineros de calle, cocineros de casa y cocineras tradicionales, mientras comemos los manjares que preparan, para descubrir por qué la sazón es lo más importante de ser cocinero.

De niño, en mi casa se comía hasta el cansancio el amarillo, el coloradito, los chapulines, las tlayudas, los nenguanitos, el pinole, el chocolate de agua, el pan de yema y demás platillos de la gastronomía oaxaqueña. Para mis hermanos y para mí era parte de nuestra alimentación diaria y por mucho tiempo pensamos que todos en la Ciudad de México comían igual que nosotros. Mi abuelita, quien había dejado Oaxaca en los años 50 para trabajar en la capital mexicana, era una gran cocinera. Permitía que uno le ayudara pero ella llevaba la batuta en la cocina. Así fue hasta que la vejez hizo de las suyas y la descalcificación la dejó con un brazo casi inmóvil. A mí me tocaba acompañarla al mercado de la colonia Portales y a la calle de Santísima, en la Merced, a comprar las materias primas oaxaqueñas para hacer sus guisos. Sólo en esos lugares compraba. Decía que eran los únicos donde le vendían verdaderos productos de su tierra. Y de todo lo que preparaba lo que más me gustaba eran las tlayudas. https://munchies.vice.com/es/articles/sazon-de-barrio-erik-el-tamalero-rapero

Tomasita compraba dos docenas de esas tortillas de maíz, tan grandes como el diámetro del volante de un auto, que tienen cierto grado de dureza sin llegar a ser tostadas. Unas las apartaba para hacer chilaquiles y las otras para prepararlas a su estilo. En su mandado no podía faltar asiento —los restos de la manteca de cerdo luego de preparar chicharrón o la carne frita del animal— y queso fresco de ese que se desmorona apenas uno lo presiona de más con los dedos. Ya en casa molía sus frijoles previamente hervidos con hoja de aguacate en una olla de barro y preparaba salsa roja picosa.

Luego ponía la tlayuda en un comal, esperaba a que se calentara, cubría la superficie con una buena capa de asiento, untaba los frijoles, tomaba un trozo de queso y lo desmoronaba en la tortilla, le agregaba la salsa y la servía. A veces les añadía tasajo. Eran una delicia. Había que comerse dos, si no se enojaba. Para ella no había mayor ofensa que no repetir plato. 

Mi abuelita murió hace unos 12 años y jamás he vuelto a comer unas tlayudas como las que ella hacía, ni siquiera en Oaxaca. La primera vez que comí una allá parecía que escaseaba el asiento porque la señora que las hacía apenas le propinaba una mísera embarrada, lo mismo pasaba con los frijoles; en vez de queso fresco le puso quesillo —que erróneamente muchos conocen como queso Oaxaca— y para rematar un poco de col. Hasta la fecha no entiendo por qué le ponen esta planta, ni tampoco por qué muchos las doblan como si fueran quesadillas.

Pero hace un par de años que me mudé al Centro Histórico de la Ciudad de México, redescubrí la calle de Santísima, en La Merced, y su ambiente oaxaqueño. Ahí encontré a Gildardo Soto, Gil para los cuates, un cocinero experto en tlayudas que, si bien no tiene el sazón de la abuela, si se le acerca mucho...

asj
 
Puedes leer la nota original en MUNCHIES de Imagen intermedia
 
*Este contenido es publicado con autorización de Vice
 
 

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