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La ceguera imperial, fin de Napoléon en Rusia

Amos Olvera Palomino | 18:09
https://cdn2.excelsior.com.mx/media/pictures/2016/07/01/blogs_desafios.jpg Amos Olvera Palomino

El Estado soy yo, declaró Napoleón Bonaparte cuando la diadema de laureles imperiales ciñó su testa. A los 37 años de edad, el general Bonaparte se proclamaba jerarca  absoluto de Francia. La corona era símbolo y testimonio de grandes hazañas en los campos de batalla.  

Estratega, comandante supremo y líder de los ejércitos galos, El Gran Corso impuso su voluntad como religión, grabando su palabra como ley única. Ninguna victoria, empero, podía mitigar esa sed de gloria.

Cada una de sus conquistas sólo representaba un peldaño más hacia la expansión de su imperio y magnificencia propia. Ostentaba aura de iluminado, dentro de transparente pero impenetrable capelo. Desde ese nicho, forjado en la lucha armada, Napoleón emanaba esplendores todopoderosos; sobre todo, sabiduría incuestionable.

Súbditos y oficiales castrenses del más alto rango tenían claro que objetar mandatos de su emperador podía juzgarse como blasfemia. Napoleón Bonaparte encarnaba omnipotencia militar y de estado.

Nadie se arriesgaba a poner en duda sus designios; El Emperador era un ser infalible. Eclipsaba, inclusive, a Don Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid Campeador, leyenda de la Guerra de los 500 Años que, en la Edad Media, libraron moros y cristianos en España.

Para 1812, los dominios de Napoleón abarcaban toda Europa a excepción de la península ibérica donde Gran Bretaña —con apoyo de la resistencia española y portuguesa— había contenido sus embates.

En su campaña continental, Bonaparte había sometido a Polonia, Austria, Alemania y Prusia. Rusia salió al encuentro de Napoleón, estableciendo el frente de lucha lejos de sus fronteras. Francia se levantó con el triunfo, obligando el repliegue enemigo. Rusia cayó sin ceder un ápice de su territorio.

Menguada por los conflictos armados, se concentró en la reconstrucción económica. Amenazas latentes y a flor de piel exigían de manera igualmente imperativa, atención a su aparato bélico.

Bonaparte decidió que Inglaterra era el único enemigo a vencer. Al mismo tiempo,  perfiló al zar Alejandro I como gran aliado. Joven, el monarca ruso sentía admiración por Napoleón. A primera vista, zar y emperador compartían valores socio-políticos. En el fondo  embonaban sus principios autocráticos.

A Rusia le urgían respiro y recomposición. Con tiempos de paz en mente, firmó armisticio y un acuerdo de cooperación con Francia, pero en los hechos, el Tratado de Tilsit signado en 1807 expandía horizontes de guerra. Era piedra angular del proyecto apoteósico de Napoleón.

Para empezar, el ataque a Suecia y repartición del Imperio otomano (Turquía, Persia y todo Medio Oriente, incluyendo Egipto). Febril, la perspectiva de Napoleón no reconocía límites.

Desbordado, El Corso sugirió al zar Alejandro visualizar una invasión a India. Como prioridad, sin embargo, tenía que armar un bloqueo de las rutas comerciales de Inglaterra.

Ocaso del genio militar

Rusia se lanzó sobre Suecia, iniciando una lucha que tardó cerca de dos años en decidirse. Con el desenlace, Finlandia pasó a formar parte del Imperio zarista. Vencida, Suecia no tuvo más alternativa que declarar la guerra a Gran Bretaña e incorporarse a la asfixia de su comercio.

Hasta entonces Alejandro I pudo discernir que el documento signado en Tilsit no era aleación de concordia y cooperación. Era un compromiso unilateral de sumisión —por su parte— y de tutelaje irrestricto —por parte de Napoleón—.

Paulatinos, pero inconfundibles, los desencuentros entre ambos empezaron a prender. El bloqueo del comercio británico era el capítulo más sensitivo y dañino para Rusia. Colaboraba a costa de sus finanzas públicas y su propio intercambio de bienes con el exterior. 

Se había disparado la espiral de precios en importaciones de materias primas y su balanza comercial registraba alarmante déficit. Lógicamente, su recaudación arancelaria y el valor de su moneda empezaron a naufragar.

Como paliativo al desastre, Rusia permitió a navíos neutrales reanudar el comercio con Gran Bretaña. Limitó, asimismo, importaciones de artículos de lujo procedentes de Francia.

Napoleón se sintió traicionado. De todas maneras, El Corso ya consideraba la guerra contra Alejandro I como algo ineludible. Se preparó para aniquilar a La Rusia de todas las Rusias.

Para esta campaña, Bonaparte formó una coalición con Austria, Polonia, Alemania y Prusia, entre otros aliados. Ofreció como recompensa enormes territorios en el Este de Europa.

Alejandro I se quedó solo, recurriendo a la propaganda interna y purgas políticas para evitar que la corte y el pueblo lo derrocaran. Tenía un ejército fuerte, bien entrenado y con acendrado espíritu, pero sin la menor posibilidad de vencer frontalmente a las huestes francesas.

Ese era un hecho indiscutible. No obstante, voces calificadas en el círculo más cercano a Napoleón recomendaban cautela. Advertían la posibilidad que los rusos optaran por alejarse hacia las entrañas de su territorio, renunciando a una gran batalla. El Gran Corso descartó tan aberrante tontería. Los rusos no acertaban a pensar; seguirían a ciegas los planes de Bonaparte.

El emperador de Francia asumió el mando del ejército más poderoso de la historia. De acuerdo a la Revista Historia y Vida (No. 502), 490 mil efectivos marcharían al frente mientras 121 mil permanecerían en la retaguardia. Entre 600 mil y 700 mil hombres en total.

Cien mil soldados formaban el contingente de caballería mientras el cuerpo de artillería contaba con 1,400 unidades. Se agregaban miles carretas para el transporte de alimentos y equipo desde gigantescas bodegas construidas previamente, además de sirvientes, artesanos y demás civiles que eran parte de la expedición.

A fines de junio 1812, Napoleón —con 250 mil hombres en el cuerpo central y otros 250 mil en flancos y retaguardia— cruzó el Río Niemen, entrando a Rusia. Guiaba sus ejércitos invencibles hacia la más formidable y cruel debacle en la historia.

Hambre, frío, enfermedades

Rusia, en efecto, decidió retroceder y fortificarse a 400 kilómetros de su frontera mientras legiones de cosacos devastaban campos agrícolas, impidiendo el abasto de alimentos para el enemigo.

Napoleón contaba con enormes existencias de provisiones en Polonia y Prusia, pero de nada servían. Primero lluvias torrenciales y lodo obstaculizaban su entrega a las tropas. Particularmente a la distante vanguardia que conducía el emperador.

Siguieron calores sofocantes y, peor, escasez de agua. Pozos y abrevaderos habían sido envenenados o contaminados por cuerpos humanos o de animales muertos. Con el invierno, densas capas de hielo y nieve hicieron intransitable o extemporáneo el tránsito por caminos y veredas.

Eran obstáculos insalvables para hacer llegar alimentos a las tropas francesas. Las bajas no se hicieron esperar. En su avance, Napoleón perdió alrededor de 30 mil hombres sin hacer un solo disparo.

El emperador no tenía la menor idea sobre el terreno que pisaba. Nunca consideró factores de logística ni de batalla. Esperaba rendición incondicional ante su sola presencia.

Cayó, en cambio, en el garlito que le tendió el enemigo.

Hambre, frío y enfermedades se encargaban de exterminar al invasor en forma sistemática y tortuosa. Buscando un combate definitivo, El Corso se lanzó hacia Moscú con el resto de sus tropas, escasos 130 mil soldados.

La batalla se escenificó en Borodino y estuvo a punto de inclinarse a su favor, pero Napoleón volvió a cometer errores crasos, facilitando la retirada rusa. Rusia perdió 40 mil efectivos por 28 mil de Francia.

Napoleón entró a Moscú con los 100 mil hombres que le quedaban. Encontró una ciudad desolada, prácticamente deshabitada, pero con grandes bodegas repletas de alimentos. Poco después, se consumieron en medio de las llamas. Las tropas se dieron al saqueo; un mes más tarde, Napoleón ordena el regreso.

Desde el inicio de su trayecto, los destacamentos franceses son blanco de ataques por parte del reagrupado ejército ruso. En el cruce de Berenina, el contingente invasor disminuye a 20 mil. En el Río Niemen, sólo vuelven 5 mil de los 250 mil efectivos que cruzaron inicialmente.

Por los tamaños de la debacle napoleónica, se consideró imposible que algún poderoso agresor se atreviera a emular semejante aventura. Pero Adolf Hitler tuvo la osadía de invadir La Rusia de todas las Rusias en 1943.

La historia repitió su devastadora lección y la reitera actualmente en Afganistán.

*Analista   

amosop@hotmail.com y @PalominoAmos

Aclaración: El contenido mostrado es responsabilidad del autor y refleja su punto de vista.

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