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Una larga caminata a la intemperie

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

PRIMERA ESTACIÓN

En el arranque de esta larga caminata a la intemperie que es Nebde, la madre —esa voz primigenia— visita intempestivamente al poeta. Lo hace, no se sabe, si en el navío del sueño o en el navío del recuerdo. Pero, ¿es indispensable determinar la embarcación en la que arriba esa presencia constante? Todo parece indicar que no es necesario; de hecho, ese enigma es justo lo que nos ofrece Mario González Medrano como inicio de su periplo de búsqueda.

Sueño y recuerdo. Duermevela y memoria. Cruce habitual en el inconsciente humano, amasijo ambarino de texturas mezcladas: ásperas o aterciopeladas, sombrías o tornasoladas. Sueño y recuerdo entreverados, en la mixtura siempre, ocupando el mismo puente siempre. No hay dominio de uno sobre el otro, sólo una sutil y fugaz tensión. Dos corazones dentro de un colibrí desconcertado.

Así, armado con esa amalgama, el poeta encuentra —no busca— una interlocución con la madre. Y también ansía –sin saberlo– el retorno del “sueño dulce”, ése que se fabrica con la conciencia “de tanto haber amado”. Y halla a su madre temerosa de encontrarse con la realidad, tan temerosa que vuelve a su mudez “de labios vencidos”, y ese silencio provoca una “fisura de luz en la habitación”, lo que sólo puede significar una cosa: en la madre, o en su evocación, “ha madurado el olvido”.

Pero el poeta no quiere adoptar ese olvido. Se resiste un poco a ello. Ahora le ha abierto la puerta al recuerdo de su madre y lo ha dejado entrar, y esa voz tiene ecos de infancia, pupilas de niño asustadizo. ¿Quién es ese niño? ¿Es el autor contando su periplo desde la perspectiva infantil o es el autor mirando al niño que fue? Conservar ese enigma es también relevante; es más, fue esencial para acuñar el tono nebuloso de Nebde.

SEGUNDA ESTACIÓN

“Buscar en estas ruinas la calma”. Quizá esa es la bandera más ostensible de esta indagación poética, introspectiva, febril. Ir en pos del sosiego. Y ahora esta exploración transita hacia el padre. No plenamente. Apenas lo menciona el poeta. Lo evoca. Y también se asoma Nebde, quien funge como el límite de sombra de la voz que da cuenta de la ruta, que la traza y la camina.

Y no son pasos fáciles ni reconfortantes. Pesan. Cierto fango los sujeta. “Debajo de mí está el tiempo como un cristal roto en esquirlas de fulgor, y cada herida luminosa hace sufrir el latido de la casa, este pulso mínimo, la vibración pequeña dentro de esta espesura…”. Asignarle fulgor a la llaga, ésa es la enseñanza que el poeta debe traducir y se ha dispuesto a mostrar en Nebde. En este sentido, es imposible no invocar lo que al respecto legó Rumi, el célebre erudito, teólogo y poeta persa del siglo 13: “La herida es el sitio por donde entra la luz”. Es decir, el dolor como faro, como maestro. Conciencia del dolor, aceptación de la herida. Aprendizaje.

TERCERA ESTACIÓN

¿Quién es Nebde? ¿Una estatua de sal desvanecida, una efigie erigida por el deseo? ¿Un espectro bienvenido? No se sabe. No hay certeza. Quizá sea mejor conservar su esencia arcana. Nebde, sin embargo, parece una cuerda tirante sobre la cual camina el poeta en busca de serenidad, es un filamento de necesario silencio, el silencio que requiere el equilibrista para no caer al vacío; y como equilibrista, el poeta no tiene alternativa de retorno: está obligado a llegar a la otra orilla. Nebde es un fantasma pálido que no debe ser invocado, pues nombrarlo “equivaldría a renunciar”. Si Nebde fuera nombrada, el poeta “sería entonces un hombre que se desvanece, la resolana de las tardes desdibujada por el invierno o el cálido roce de los labios que se despiden…”. Nebde es la mayor incógnita del poema y es también una de sus unidades de medida. Y, pesar de ser interrogante, Nebde posee un don: el de devolverle cierta serenidad al poeta.

ÚLTIMA ESTACIÓN

Como este poemario es en realidad una travesía fuera de casa, en él germina la naturaleza y también sus milagros irrevocables. El poeta se empeña en nombrar el mundo, y lo logra. En su camino aparecen púrpuras campánulas y amarillo candox floreciendo en la ventana; ventiscas y cielos plomizos; desde su jaula, el cardenal emite su silbido carmesí; sueños como incandescentes heliotropos en mitad de la nieve; lirios flotando dentro del tórax; musgo verdeando palabras; gavilanes cuyo vuelo tienen la aseveración del adiós. Todo es asombro y pigmento. La realidad en busca de conjurar la grisura de esa argamasa de sueño y recuerdo. La ciudad y sus portentos naturales, escondidos para el mundo, no para el poeta.

FIN DE VIAJE

Propongo volver al arranque de este responso en forma de larga caminata. Propongo retornar a este final de duelo. Regresemos al principio de esta travesía a la que le asientan muy bien la madrugada y el alba, mientras el poeta “contempla la calle donde todo lo inmóvil convive bajo el cielo de la mañana”. Volvamos a la aleación inicial conformada por sueño y recuerdo: ¿cuál es el resultado final de esa ambigua e inestable mixtura? Me atrevo a proponer dos respuestas posibles: podría ser el anhelo, ese empecinado buscador de luz entre tinieblas. Pero también podría ser la añoranza, esa opaca emoción que fortifica su imperio a través de una suma irremediable de ausencias.

 

*Texto leído el pasado 2 de septiembre, durante la presentación en la Ciudad de México del poemario Nebde, de Mario González Medrano.

 

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