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Montevideano

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

Hace mucho tiempo que no leo a Mario Benedetti, pero lo leí de chaval y mi magra memoria me dice que no la pasé mal haciéndolo. Es más, lo recuerdo con claridad, su novela Gracias por el fuego fue el primer libro que compré con el dinero que me había ganado trabajando en una paletería de Tepito. No la considero una novela “iniciática”, pero dejó una impronta agradable. Habrá sido en 1988. Yo era entonces un quinceañero y el ejercicio de buscar entre los títulos disponibles de la mesa, elegir uno, pagar por él y llevármelo en una bolsa de papel me daba un aire, según yo, “interesante”. Chamaco loco.

Ahora que el viernes pasado se cumplieron diez años de la muerte del escritor uruguayo el recuerdo llegó y, casi en automático, me plantee por qué la prolífica obra del poeta, novelista y cuentista montevideano es tan ninguneada por algunos lectores. Quizá, pensarán, se trata de una obra exclusivamente para jóvenes, o a lo mejor se ha fomentado la idea de que su abordaje es “fácil”, “accesible”, sin laberintos filosóficos o vericuetos narrativos. Es decir, concluirán, no representa un “reto lector”. Imagino que otros podrán pensar, no sin razón, que su poesía raya en lo cursi, lo kitsch, lo naïf o de plano bucea en una laguna de almibarada candidez. No lo sé.

Por supuesto, me imagino también, habrá quien considere que Benedetti no goza del prestigio intelectual de algunos de sus paisanos como José Enrique Rodó, Idea Vilariño, Juan Carlos Onetti,  Felisberto Hernández o Ida Vitale; vaya, ni siquiera goza de esa celebridad militante que cubrió a Eduardo Galeano. Sin embargo, me atrevo a decirlo, sí es más famoso que ellos, y esa fama deberá, por fuerza, surgir de algún sitio.

Al respecto pienso en su novela más famosa, La tregua, que por supuesto no es un artefacto literario sofisticado, pero sí una buena historia que traza una pequeña tragedia: la del amor trunco de un hombre viudo y jubilado que tiende a la amargura. También pienso en su cuento La noche de los feos, ese sí terriblemente espléndido, pues plantea una relación amorosa “inconcebible” para los estándares contemporáneos de belleza humana: un hombre y una mujer que deberían repelerse, pero muy al contrario se acercan, se reflejan el uno en el otro, se atraen, porque quizá su fealdad física sea un puente que ambos pueden caminar sin riesgo de aversión. Un cuento, diría hoy la corrección política, que trata sobre la “inclusión social”, pero no tiene final feliz, no puede tenerlo. Un escritor con el oficio de Benedetti no podía darse el lujo de otorgarle a sus “monstruos” un cierre con la idea siguiente: “los feos, dentro de su diminuto y feo mundo, fueron felices para siempre”. Pobre de ese futuro. Más bien a ella le proporciona dignidad y coraje, y a él una valentía inédita y una capacidad de resignación que ya no lo abandonará.

También pienso en alguno de sus poemas, como Hombre que mira más allá de sus narices, en el que se cuela la siguiente angustia: “sé que hoy me van a cerrar / todas las puertas / y que no llegará cierta carta que espero / que habrá malas noticias en los diarios / que la que quiero no pensará en mí / y lo que es mucho peor / que pensarán en mí los coroneles…”. Y me doy cuenta de que Benedetti es mucho más que su gastada estrategia que consistía, ahí sí ingenuamente, en “que un día cualquiera / no sé cómo / ni sé con qué pretexto /  por fin me necesites…”

También pienso que sus relatos suelen poseer un sustrato de humor negro que floreció en un tiempo políticamente duro. Por ejemplo, el minúsculo cuento Los bomberos, en el que su personaje central es “un as del presentimiento”, que nunca se equivocaba en sus augurios y se sentía muy orgulloso de ese don. Y siguió sintiéndose orgulloso aun cuando adivinó que su casa estaba en llamas y, minutos más tarde, frente a los restos humeantes de su morada, “se acomodó el nudo de la corbata y, con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones de sus buenos amigos”. No, él jamás se equivocaba, ni siquiera cuando adivinó su propio infortunio.  

No, ya no leo a Benedetti. Y esa lectura que hace tanto hice no me define, pero para nada me estorba.

 

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