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Hija de nadie

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

 

El primero de noviembre de 2006, tuve la oportunidad de entrevistar en Tepoztlán a la célebre escritora estadunidense de raíz mexicana Sandra Cisneros. Por alguna razón que francamente ya no recuerdo, esa conversación nunca fue publicada en ningún medio impreso ni difundida de ninguna manera. Es más, la suponía extraviada entre decenas de grabaciones, pero apareció, y aquí sigue, ya transcrita. Ahora que la autora de las novelas La casa en Mango Street y Caramelo presentó Puro amor (Sarabande Books, 2018), su más reciente título en México –en donde ya reside– y que está por cumplir años (lo hará el próximo jueves), me tomo el atrevimiento de publicar algunos cachitos de aquella charla de hace 12 años.

Sobre el germen de Caramelo, dijo Cisneros: “Tengo en mi grabadora un viaje que hice a México al final de los años 80. Acompañé a mis padres a Oaxaca, era el último viaje que hacíamos juntos. Mi padre acostumbraba a invitar a alguno de sus hijos cuando viajaba con mi madre. No sé por qué. Quizá no quería estar solo con ella. Ya estaba muy viejito, pero pensaba que era joven. Él quería alquilar un coche y manejar por las montañas e ir por quién sabe dónde; al final lo que hicimos fue alquilar de pueblo a pueblo un taxi. Partimos de Oaxaca y fuimos en busca de un amigo suyo a Juchitán. Pasamos por San Mateo del Mar y eso me lo robé para mi novela, y luego a Puerto Ángel, porque yo de necia le dije que quería ir, pero él quería llegar a Huatulco. Al fin el viaje fue un poquito de todo cuando vas con la familia: de pleito, de risa […] Cuando pensé que ya era tiempo de hacer en cuento la historia de mi padre, le empecé a preguntar: ‘bueno, papá, cuéntame por qué te hiciste ciudadano (estadunidense), por qué te inscribiste en el ejército, por qué hiciste tal y tal’, pero no sabes qué necio era para contestar. En la novela mi padre platica y platica, pero en la cinta decía: ‘no, para qué quieres saber eso; no, eso ya lo sabes; pues no sé’. Y mi madre: ‘estoy aburrida, no sé por qué vine, hubiera traído una revista’.

“Y así empezó la novela en mi cabeza. La vida de mi padre ya iba acabándose, así que yo necesitaba dedicarme a documentar su contribución a la historia norteamericana. Y luego se enfermó, pero vendí el libro antes de acabarlo. Era un cuento corto que iba a titularse Acapulco), pero resultaron 60 o 70 páginas. Me enojé mucho. Yo tenía una prisa enorme, porque se me acababan los centavos, y tuve que regresar a dar clases. Eso para mí fue un fracaso. El cuento se lo mostré a mi editor personal y le pareció una maravilla. Me dijo que eso no era un cuento, sino una novela.”

Pero el dinero escaseaba y Cisneros debió apartar el cuento–novela para hacer otros trabajos y ganar el sustento: “Y luego al fin, a los 33 años (a fuerza, no porque quisiera), me metí en la academia, aunque tenía mucho temor de estar ahí. Lo digo sin exagerar: casi me suicidé en ese primer año de profesora, estuve deprimida, pues aunque La casa en Mango Street sí tuvo éxito en el nivel de su pequeña casa editorial, no podía ganarme la vida. Mi salud estaba muy mal. Casi llegué a ese punto de llamar a esas líneas de auxilio. Pero la Divina Providencia me salvó la vida, pues en diciembre (de 1988) recibí mi segunda beca. Todo me llegó después de eso: mi agente, venta de libros. Entonces dije: ‘caray, la vida es una telenovela que tienes que aguantar; adelante viene la luz’. Ahí comenzó para mí un camino espiritual; entendí que había algo más grande que mí misma, entendí que había una autora que escribía la telenovela de mi vida”.

Sobre su proceso creativo, explicó: “No hago planes. No sé lo que me va a dictar mi corazón. Porque si escribes desde tu cabeza, no te va a salir nada. Eso es como escribir una ponencia. […] Cuando escribí La casa en Mango Street conocía mucho de la obra de Manuel Puig y Gabriel García Márquez; Juan Rulfo vino después. Jorge Luis Borges me dio ese ánimo para escribir cuentos cortos. Ahora veo a la obra de esos autores como parientes desconocidos de La casa en Mango Street. […] Mi idea siempre fue escribir algo de alto nivel, pero en un idioma simple para que cualquier persona pudiera leerme y no se asustara. No quería que la gente se sintiera como yo en la academia, que se sintiera mal, avergonzada o con desprecio, porque hay muchos restaurantes, peluquerías y tiendas en donde les gusta hacer sentir mal a la gente. Hay libros que te hacen sentir así. Y yo no quería que mi libro fuera así, grosero. Quería que fuera como una casa en donde te dicen: ‘pásale, siéntate; te sirvo un cafecito’. Yo quería un libro para meseras y conductores de autobús, y para profesores y niños, que abriera las puertas y donde te sintieras muy en tu casa.”

Sobre la literatura como un trabajo: “Cuando me di cuenta de la diferencia de clase ante mis colegas y maestros, me dije: ‘Esos niños son de buenas casas’. Si quieren ser poetas, sus padres lo aprueban. Yo, al contrario. Mi padre no sabía lo que yo estaba estudiando ni le importaba; no me podía ayudar, no tenía contactos en casas editoriales; es más, si uno de mis hermanos le hubiera dicho: ‘quiero ser poeta’, le hubiera contestado: ‘tú eres un flojo, mejor ponte a trabajar’. Después me pregunté: ‘¿y todos los escritores que hemos leído, quién pagó su vida para que pudieran escribir su libro?’. No me interesan sus datos biográficos, sino quién pagó su renta. Por eso mi biografía dice ‘Hija de nadie’, y no lo digo de chiste, eso me dio el lujo de poder dedicar mi vida a mí misma”.

 

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