Logo de Excélsior                                                        

El borracho bendecido

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

Clochard es una palabra en francés que designa –diríamos ahora con la corrección política a cuestas– a “una persona en situación de calle”. Un vagabundo. Un trotamundos de esta calaña es Andreas Kartak, un hombre nacido en Silesia que se convirtió en minero, viajó a Francia por razones laborales, se enfrentó a un destino hostil y prefirió quedarse en suelo parisino a esperar un golpe de suerte. El buen Andreas es el borracho consumado, no vencido, que protagoniza La leyenda del santo bebedor, novela corta del prolífico escritor austrohúngaro Joseph Roth (1894-1939) y que se publicó poco después de su muerte. Una novela que cumple ocho décadas y que se convirtió en una especie de testamento literario, pues, habrá que decirlo, Roth murió atenazado por el delirium tremens en un hospital parisino.

El relato da cuenta de los días en que la fortuna —algunos le llamarán providencia— quiso otorgar sus dones —otros dirán sus bendiciones— a un ebrio con corazón dorado. Una tarde, a las orillas del Sena, frente a una de las escaleras que conducen a las márgenes del río más célebre de Francia, el buen Andreas —un hombre robusto, rubio, desarrapado y rondando los 50— se topa con un gentil anciano de aspecto distinguido que, sin más ni más, le ofrece 200 francos “prestados” para paliar su vida desdichada. Andreas —confiado, amable,  decente e inocente como es— rechaza tal suma, pues no se la ha ganado y, por si fuera poco, no tiene ni tendrá manera de finiquitar esa “deuda”.

Pero el veterano caballero es tenaz y lo convence así: le afirma que él es muy devoto de Teresita de Lisieux, efigie de la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, y que esa pequeña santa lo ha protegido de tal manera, que siente la obligación de ofrecer su ayuda a los necesitados. Así que ese dinero, demasiado para un clochard, deberá restituírselo a la pequeña santa a manera de limosna. Sólo así, sonrisa en ristre, Andreas se embolsa el monto prestado, promete devolverlo un domingo tras la misa, se despide cortésmente y se dispone a gastarlo en absenta.

Ese gesto caritativo inaugura una serie de pequeños milagros que comienzan a lloverle a Andreas: le ofrecen participar en una mudanza que le depositará en el bolsillo otros 200 francos, pero ese monto vuelve a mutar en licor. La misma alquimia se produce con los mil francos que halla en una cartera de medio uso que compró hace poco. Y la transmutación vuelve a suceder con otros golpecitos de ese benigno azar que se ha empeñado en proteger al honorable Andreas, que no ha parado de beber y parece ya acostumbrado a recibir estos regalos celestiales.

Esta espléndida historia —cuyo final, desde luego, me reservo— fue tomada en 1988 por Ermanno Olmi (1931-2018) para convertirla en una película entrañable. Se trata de una versión en la que destacan los rincones parisinos señalados por Roth (bares, cafés, callejones, iglesias y puentes) y cuya trama se desarrolla bajo el manto protector de la música de Stravinski (1882-1971). Pues bien, el Andreas de Olmi fue interpretado magistralmente por el actor holandés Rutger Hauer, fallecido el pasado 19 de julio y que, sin embargo, pasará a la historia del cine por haber insuflado vida al androide Roy Batty en Blade Runner, la famosa película de Ridley Scott, basada en ¿Soñarán los androides con ovejas eléctricas?, novela de Philip K. Dick cuya trama, por cierto, se precipita en noviembre de 2019, lo que genera una notable coincidencia: Roy Batty “muere” en el mismo año que el actor que lo interpretó. La celebridad, pues, se la debe a un androide poéticamente inteligente, pero para mí Hauer siempre será Andreas Kartak, el borracho bendecido de Joseph Roth.

 

Comparte en Redes Sociales

Más de Víctor Manuel Torres