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Quién reparte las croquetas

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

‘¿Qué, así se le dice a un animalito que se tiene como mascota?’, preguntaba en Veracruz hace unos días, en un evento relativo a sus programas sociales, el titular del Ejecutivo. ‘Oye —¿se le dice a un perrito, a cualquier animalito— vete, a buscar tus alimentos? ¡No! El dueño, el que quiere a ese animal, lo protege, y le da de comer. ¿Por qué a los seres humanos no? ¿Cuál es la misión del gobierno? Lograr la felicidad del pueblo, proteger al pueblo’, cuestionó el Presidente.

‘Desde la más intensa cercanía’, había afirmado ya —profético— Porfirio Muñoz Ledo, el 2 de diciembre de 2018, ‘confirmé ayer que Andrés Manuel López Obrador ha tenido una transfiguración: se mostró con una convicción profunda, más allá del poder y la gloria. Se reveló como un personaje místico, un cruzado, un iluminado’. Tenía razón.

Un personaje místico, cuyas acciones no pueden ser juzgadas bajo el tamiz de quienes se encuentran moralmente derrotados, y que prefiere acusar conspiraciones en su contra antes que reconocer los errores en su desempeño; un cruzado, que antepone la terquedad —como virtud— sobre la templanza, y no es capaz de escuchar a quienes le rodean, ni de cambiar el rumbo, un iluminado cuyas visiones se han convertido en proyectos de gobierno sin pies ni cabeza, que se ejecutan a pesar de que no cumplan con la normatividad correspondiente.

‘Tenemos que poner por delante la justicia’, se quejaba, hace unos días. ‘Cuando hay que optar entre el derecho o la justicia, tiene que prevalecer la justicia: la ley está para servir al hombre, y no el hombre a la ley. Entonces, ¿qué sucede en el gobierno? Hay una maraña de normas que impiden avanzar para hacer justicia’.

Normas que se han brincado, con tal de complacer a quien les reparte las croquetas. Normas que estorbaban a la visión del dueño de los animalitos, y que no han sido obstáculo para la construcción de un aeropuerto con un cerro enfrente, una refinería en un pantano, un tren que no va a ninguna parte o para realizar una rifa —del todo— ilegal: ‘Imagínense: ¿qué mal se comete cuando se rifa un avión de lujo, que es a todas luces un insulto al pueblo, para que lo que se obtenga por esa rifa se dedique a equipos médicos para hospitales donde se atiende a la gente humilde? El fin es sublime, eso es justicia’.

El fin, sin embargo, no justifica los medios, y la responsabilidad de quienes hoy respaldan los disparates —convertidos en política pública— será fincada en unos cuantos años, al final de una administración desastrosa que —sin duda— será juzgada por la historia. ¿Cómo justificar, ante cualquier tribunal —como los que ahora se están erigiendo, en contra de las administraciones pasadas— los errores garrafales cometidos por seguir el juicio de un personaje místico, un cruzado, un iluminado?

¿Cómo justificar la heredad de miseria que será el único legado, en materia económica, de una administración que decidió asfixiar a sus empresarios? ¿Cómo justificar la degradación de las instituciones que fueron, en su momento, un logro de la izquierda histórica? ¿Cómo justificar la división y el odio, entre ciudadanos, fomentado día con día desde la tribuna donde se pretende hacer historia a la fuerza? ¿Cómo justificar las centenas de miles de muertos por resistirse, irracionalmente, al uso del tapabocas? ¿Cómo responder ante todo eso?

Cerrando los ojos. ‘Pedimos lealtad a ciegas al proyecto de transformación, porque el pueblo nos eligió para eso, para llevar a cabo un proyecto de transformación, para acabar con la corrupción, para acabar con los abusos, para llevar a cabo un gobierno austero, sobrio, para hacer justicia. Entonces sí es lealtad, al pueblo, básicamente. No a mi persona. La lealtad a las personas se convierte, la mayoría de las veces, en abyección, en servilismo’.

En abyección, en servilismo. Lealtad a ciegas. Como los animalitos a los que el dueño quiere, protege, y —finalmente— les reparte las croquetas.

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