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La ausencia del prestidigitador

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

El mismo espectáculo todos los días. El prestidigitador sonríe, y continúa hablando mientras prepara el siguiente truco y la audiencia le mira, embelesada. Muestra una mano, muestra la otra y las cierra rápidamente, mientras prosiguen los chistes, las anécdotas, las clases de historia nacional. Las palabras continúan, los paleros de la primera fila hacen su parte y, de repente, tras un golpe de efecto, las manos se abren, con una moneda en cada una. Una moneda que, antes, no estaba ahí.

El público aplaude rabiosamente, como todos los días. El prestidigitador continúa su rutina, y cosecha más aplausos mientras aparecen las monedas, los conejos, las vacunas que sólo existen en los confines del propio escenario. Al terminar la función, los problemas del espectador seguirán siendo los mismos: el prestidigitador sabe que el espectáculo que ofrece es sólo una distracción que le permite, al menos, tener una ilusión cada mañana. O saber hacia dónde enfocar su frustración.

El acto del prestidigitador es inimitable, y los años de práctica le han llevado a la cúspide, con una rutina en la que su ingenio y verborrea logran suplir lo poco que no está cuidadosamente planeado. Una función cotidiana, en la que lo mismo gira instrucciones a su equipo, que descalifica a sus adversarios; lo mismo se deja acariciar por los paleros de la primera fila, que denuesta —sin reparo— a la prensa tradicional; lo mismo aparece monedas del aire, que empleos que no existen o vacunas que no se compraron.

El prestidigitador, ahora, está enfermo: en plena temporada, y con las entradas vendidas hasta el 6 de junio, ¿cómo reemplazarlo, de un momento a otro? El espectáculo gira en torno a una sola persona, y sus palabras son lo único que llena un escenario vacío. Un escenario, nada más, en el que la ausencia del prestidigitador —y la torpeza de quien le sustituye— ha revelado, poco a poco, lo vulgar de la utilería y lo manido de sus trucos, que no son distintos a los de sus predecesores: la corrupción no desapareció, las obras emblemáticas nos han sumido en la ruina, los otros datos sólo existen en el mundo de la fantasía. Las palabras no fueron sino distractores y —así como tantas otras cosas— las vacunas, en realidad, nunca estuvieron ahí.

El prestidigitador está ausente y, sin su presencia ubicua, su acto se cae a pedazos: en la mañanera se tiraba línea, se dictaba clemencia, se tomaban decisiones. Se marcaba la agenda de todos los días. El equipo que le acompaña no fue capaz de prever la contingencia, y ha cometido errores de libro de texto, al pretender continuar con un ejercicio que no es de gobierno, sino político, y que en consecuencia no puede funcionar sin el titular del Ejecutivo; al no centralizar la información en un vocero específico para la crisis y, finalmente, al ocultar información y ceder la narrativa oficial a los rumores que, inevitablemente, han surgido en torno a las condiciones reales de salud del mandatario.

El video difundido, en días pasados, no prueba sino que el Presidente podía caminar en el momento en que fue grabado, que sigue sin utilizar el cubrebocas, que no es capaz de entender la tragedia humanitaria que la nación está sufriendo. Que la enfermedad no ha hecho mella en su determinación de continuar con una estrategia fallida que, hasta el momento, ha cobrado cientos de miles de vidas. Ni un gramo de empatía, ni de arrepentimiento: de su condición física y, sobre todo, mental, no tenemos noticia alguna.

Ni la tendremos. El prestidigitador regresará, aunque disminuido, en unos cuantos días: a diferencia de los niños con cáncer, tiene todos los medicamentos a su alcance; a diferencia del resto de los enfermos, su familia no ha tenido que vagar, desesperada, en búsqueda de un tanque de oxígeno. El prestidigitador regresará, con sus chistes, anécdotas y clases de historia, esperando que sus palabras vuelvan a distraernos mientras que mete la mano en el sombrero y prepara su siguiente truco.

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