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Algo está podrido en el Estado de Dinamarca

Víctor Beltri

Víctor Beltri

Nadando entre tiburones

El coronavirus no es tan grave, no pasaremos de seis mil muertos, se acabará el 19 de abril. La fuerza del Presidente no es moral, sino de contagio; alcanzaremos el pico en los próximos días, el cubrebocas no es necesario. Los muertos son culpa de la población, que no hace caso a las medidas; la culpa es de los gobernadores, que no respetaron los semáforos; la culpa es de los empresarios, que han vendido productos chatarra durante años. La culpa es de cualquiera, menos de las autoridades. ¿Quién le cree al subsecretario?

Hay que salir y abrazarse, seguir yendo a las fondas, ya domamos la pandemia. Es necesario reanudar las giras, para inaugurar las obras; la economía va a repuntar como una V, a pesar de lo que diga el secretario de Hacienda; los mexicanos agradecemos la comprensión, y el respeto, del mandatario norteamericano. El país ya no es corrupto, por el ejemplo del Presidente; el huachicoleo ha terminado, la violencia doméstica no es más que un mito. La economía repuntará por el nuevo tratado de libre comercio, las obras de infraestructura crearán empleos suficientes para sacar el país a flote. ¿Quién le cree al Presidente?

Excusas, pretextos, acusaciones. Los muertos se agolpan, y la economía se desploma, mientras continúa una verborrea que ha dejado de ser suficiente para opacar la incertidumbre. Conferencias en la mañana y en la tarde, mensajes desde Palacio Nacional los fines de semana, operación en las benditas redes sociales de manera cotidiana. Algo está podrido en el Estado de Dinamarca, escribió Shakespeare cuando quiso describir la situación de un Estado en el que las intrigas rebasan a la política, en donde la realidad supera lo aparente. Un Estado que comienza a pudrirse, como los pescados, de la cabeza a la cola. Un estado de verdades a medias, de cuchicheos entre pasillos, de cuchilladas por la espalda. Un estado que no está presente más que en las pantallas y los memes, y que no es confiable toda vez que las pasiones de sus dirigentes son mayores a la responsabilidad que están dispuestos a asumir sobre la vida de sus gobernados.

Como el subsecretario de Salud, que está dispuesto a salir a medios —todos los días— para afirmar verdades a medias, y brindar cifras que él mismo sabe que no son correctas, con tal de aportar a la narrativa de la administración a la que sirve: quien afirmó —hace unos días— que el cubrebocas era una medida eficaz para prevenir los contagios, lleva meses advirtiendo lo contrario por razones meramente políticas. Lo mismo que con las pruebas, y rastreo de contagiados: ¿cuántas muertes podrían haberse evitado si lo hubiera hecho desde principios de marzo, cuando afirmó que los cubrebocas no servían para prevenir el contagio?

Como el Presidente en funciones, quien desde el principio desestimó los riesgos de la pandemia, y se negó a utilizar un cubrebocas hasta que sus intereses políticos así lo requirieron. El candidato eterno, dispuesto a pasar sobre sus propias palabras —y traicionar a su base, y su propio partido— con tal de asegurar la continuidad de unos proyectos insignia cuya cancelación podría resolver, de un plumazo, los principales problemas del país. El dinero alcanzaría.

La contingencia va para largo, y el costo económico —y humano— rebasará cualquier límite al que nos hayamos enfrentado. Al final, tendremos no sólo el mero principio de una refinería en un pantano, un tren que no va a ninguna parte y un aeropuerto frente a un cerro, sino un saldo negativo, en vidas humanas, que rebasará cualquier catástrofe que hayamos enfrentado y —sobre todo— podido evitar.

Todo por el capricho de una sola persona, cuya administración se descompone, ya, desde la cabeza. Como los pescados, como en Hamlet: algo está podrido en el Estado de Dinamarca. Algo está podrido en el Estado mexicano.

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