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Los protectores del pueblo

Ricardo Alexander Márquez

Ricardo Alexander Márquez

Disonancias

 

En un lugar que se percibe más bien desordenado, dividido, sin rumbo, se vislumbra una gran torre que está custodiada por hombres fuertemente armados, que esconden su rostro e identidad, mientras resguardan un tesoro cuyo valor está determinado justamente por las fuerzas que se invierten en protegerlo.

Antes no había la necesidad de hacer ese despliegue de capacidades para resguardar la preciada posesión. No se imponía el miedo para proteger el tesoro, que al final, era del mismo pueblo. Todos se encargaban de cuidarlo, pues estaba en el mejor de sus intereses. En el fondo, se sabía lo que había costado conseguirlo.

Ahora era diferente. Desde que al nuevo encargado del tesoro le nació el miedo de que alguien quisiera apoderarse de aquello que tenía en su cuidado y resguardo, tuvo que hacerse de protectores que, jurándole lealtad ciega, mantuvieran intacto lo que se custodiaba.

La idea no era nueva. Usar la fuerza para resguardar tesoros de ese tipo es una estrategia utilizada en otras latitudes y, en muchos casos, se logra por algún tiempo. Usualmente, con resultados desastrosos. A veces los mismos custodios, eventualmente, se terminaron adueñando justamente de lo que protegían.

Por eso, el encargado del tesoro necesitaba el apoyo incondicional de esos protectores. Tenerlos contentos y motivados, a fin de evitar que cuestionaran sus decisiones. Otorgarles mayores facultades. Generarles buenos negocios. Que fueran responsables de los grandes proyectos. Darles mayor presupuesto. ¿Por qué no dejarlos controlar las mercancías que entran y salen de aquel lugar?

¿Y qué tal más poder? No es suficiente sólo custodiar la torre para cuidar el tesoro. Resultaba necesario que aquellos protectores bajaran a las calles para imponer orden en la gente. Hacerse pasar por personas comunes y corrientes, mezclarse con los demás y así poder influir y entender lo que estaba pasando.

Pero, claramente, los protectores no eran como el pueblo. Desde hacía mucho tiempo sólo convivían entre ellos. No se parecían a la gente. Pensaban como cuidadores de tesoros, se veían como cuidadores de tesoros y usaban las armas de los cuidadores de tesoros.

Por eso causaban incertidumbre y miedo en el pueblo, que no sabía reaccionar frente a esos hombres que decían protegerlos y cuidarlos. Si se les preguntaba, respondían de forma seca que estaban ahí para “mantener a raya a los enemigos del pueblo”, aunque nadie sabía bien a qué o a quién se referían.

Con el tiempo, esos protectores del pueblo y de su tesoro fueron convirtiéndose en algo diferente. Sus armas los legitimaban para traspasar los límites que alguna vez pensaban tener. Controlaban no sólo la seguridad, sino todo lo relevante que ocurría en aquel lugar. Nadie revisaba lo que hacían ni lo que tenían. No le rendían cuentas, sino al encargado del tesoro, que les tenía una fe ciega.

Ese enorme poder los había cambiado. La ambición, que tal vez siempre había existido, ahora les nublaba el juicio. Se olvidaron de su función y de su trabajo. Irónicamente, ahora eran quienes mantenían alejada a la gente de aquel tesoro que por derecho era suyo. Ya no le respondían, sino sólo a quien los había reclutado, y eso, porque les convenía. Ya no eran los protectores del tesoro del pueblo sino de sus propios intereses.

 

 *Maestro en Administración Pública por la Universidad de Harvard y profesor en la Universidad Panamericana

 Twitter: @ralexandermp

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