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Todos debiéramos usar cubrebocas, ya

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

Si usted vive en la capital de la Republica y otras ciudades del país, habrá notado que el porcentaje de personas que utiliza cubrebocas es mínimo.

Ayer, al estar haciendo la fila para pagar en el supermercado —separado un metro de distancia de la persona que estaba delante de mí—, conté el número de personas formadas (23) y cuántas tenían el rostro cubierto (solamente cuatro).

Al ver imágenes de distintas ciudades asiáticas, uno observa exactamente lo contrario: la enorme mayoría de la gente utiliza los cubrebocas.

En países como Corea del Sur, Singapur y Japón, la gente se ha formado por horas —en algunos casos, toda la noche— para comprarlos. En Taiwán y Tailandia está prohibido que se exporten.

Fuera de Asia, el pensamiento predominante es que los cubrebocas no funcionan para evitar el contagio de COVID-19 y que más vale dejárselos a quienes están en el frente de la lucha contra la pandemia, pues ni siquiera los hay en número suficiente para el personal de salud.

En México hemos escuchado ese estribillo desde que se supo de la propagación del coronavirus.

David Hui, un experto en medicina respiratoria de la Universidad China de Hong Kong y quien estudió profundamente el brote de SARS en 2003, dice que es de sentido común que los cubrebocas pueden evitar contagios de COVID-19.

“Si usted se para delante de alguien que está enfermo, el cubrebocas le dará alguna protección”, dijo el experto a la revista Time. “Le provee de una barrera contra gotitas respiratorias, la manera predominante que el virus tiene de expandirse”.

Para Hui, el papel que juega el cubrebocas es especialmente importante dada la naturaleza del virus, pues los pacientes pueden ser contagiosos incluso sin mostrar síntomas de la enfermedad.

Desde que la OMS decretó la urgencia del distanciamiento social he procurado salir a la calle sólo para lo indispensable. Aun así, por mi tipo de trabajo, debo hacerlo diariamente.

En días recientes he leído mucho sobre las mejores prácticas para mitigar el brote de coronavirus y una de ellas —que ha funcionado en Asia, pero también en algunos países de Occidente, como la República Checa— ha sido un uso intensivo del cubrebocas, ya sea como una costumbre que prende en el comportamiento colectivo o como una disposición obligatoria por parte de la autoridad.

En México, como digo, no se le da importancia. Seguimos convencidos de que no sirve, porque eso dicen los “expertos” y porque, aunque uno quiera usar cubrebocas, ha sido difícil conseguirlos.

Cuando me pongo cubrebocas, siento la mirada de las personas que no lo portan. Me ven como si estuviera yo enfermo o loco o las dos cosas.

Un tuit del diputado federal Gerardo Fernández Noroña confirmó mis sospechas. “Me irrita ver gente con cubrebocas en la calle —escribió—, si están enfermos no deben salir, si no están enfermos no deben usar cubrebocas”.

A riesgo de molestar al legislador —un evidente negacionista de la pandemia—, todos debiéramos usarlo. La Asociación Japonesa de Enfermedades Infecciosas publicó una serie de videos grabados con una cámara ultrasensible que muestra que las gotitas respiratorias que despide una persona, algunas tan pequeñas como 0.1 micras, pueden llegar tan lejos como seis metros y mantenerse flotando por hasta 20 minutos en espacios cerrados.

El ejercicio puede verse en YouTube.

Es difícil alegar que los cubrebocas sean una panacea contra el COVID-19, pero todo suma. Si, como ocurre en la República Checa —con sólo dos mil 700 casos y 13 fallecimientos al 29 de marzo—, la gente que sale a la calle tiene que usar obligatoriamente cubrebocas, la protección para las personas se vuelve múltiple: bajan las posibilidades de que alguien pueda contagiar o ser contagiado.

No basta la sana distancia y quedarse en casa. La estrategia mexicana contra el coronavirus también debiera incluir las pruebas masivas y el uso, por parte de todos, de cubrebocas repartidos gratuitamente.

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