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Espejismo

Pascal Beltrán del Río

Pascal Beltrán del Río

Bitácora del director

Desde la ventana de su oficina, en el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, Claudia Sheinbaum no puede evitar ver la fachada de Palacio Nacional.

Y, seguramente, como ha sucedido a decenas de sus antecesores en el último siglo, ha soñado con que su carrera política consiga cruzar el Zócalo. Nunca en la historia moderna del país ha logrado la máxima autoridad de la Ciudad de México convertirse en Presidente de la República sin tener que dejar pasar algunos años entre un cargo y otro.

De hecho, en la época posrevolucionaria, los únicos dos gobernantes de la capital que eventualmente asumieron el Ejecutivo federal han sido Álvaro Obregón, quien tomó las riendas de la ciudad durante un mes de 1914 —tras la caída del dictador Victoriano Huerta— y seis años después fue elegido presidente, y Andrés Manuel López Obrador, quien fue jefe de Gobierno del Distrito Federal entre 2000 y 2005 y llegó a la Presidencia en 2018. Todos los demás, unos 60 políticos en ese lapso, se han quedado con las ganas.

Quizá a causa de nuestro acendrado centralismo, quien gobierna la Ciudad de México piensa que tiene medio boleto para llegar a la Presidencia. Hay quien se ha comprado esa ilusión y quien la ha visto y simplemente ha sonreído. Es probable que, para los mandatarios capitalinos, los escasos 200 metros que separan la entrada de su oficina de la puerta principal de Palacio Nacional parezcan una distancia muy corta, aunque a la hora de la verdad eso sea un espejismo.

Durante la etapa autoritaria del país operaba una regla no escrita que evitaba que los regentes se asumieran como presidenciables. Pero eso no obstó para que algunos creyeran que tenían posibilidades de llegar a “la grande”, como Aarón Sáenz, Fernando Casas Alemán y Manuel Camacho Solís.

En la era de los jefes de Gobierno, todos los que surgieron de las urnas han intentado llegar a Palacio Nacional sin escalas y, hasta ahora, todos han fracasado en el intento.

Hace poco más de seis años, en abril de 2015, Miguel Ángel Mancera fue destapado como presidenciable por Carlos Navarrete, entonces presidente nacional del PRD. Al final, Mancera debió conformarse con una senaduría.

Ahora es Claudia Sheinbaum, aupada por la evidente simpatía que le tiene el presidente López Obrador, quien se imagina franqueando las puertas de Palacio Nacional, el 1 de octubre de 2024, con la banda tricolor ceñida al pecho.

“¡Pre-si-denta! ¡Pre-si-denta!”, gritaban los asistentes al acto de Morena en el Auditorio Nacional, el jueves pasado, en la celebración del tercer aniversario del triunfo electoral de López Obrador. Y ella se dejaba querer, levantando los brazos y con una enorme sonrisa dibujada en la cara.

Momentos antes, esos mismos asistentes habían abucheado al líder nacional del partido del gobierno, Mario Delgado, identificado con el canciller Marcelo Ebrard, otro de los presidenciables del oficialismo, quien no estaba presente por encontrarse de gira por Europa. El tercero de ellos, el senador Ricardo Monreal, se olió que aquello iba a ser un acto de destape de Sheinbaum y se abstuvo de acudir.

Pero será larga y tempestuosa la ruta que tendrá que seguir la jefa de Gobierno si quiere convertirse en la primera que brinca, sin escalas, del Antiguo Palacio del Ayuntamiento a Palacio Nacional. En este siglo, dos gobernadores lo consiguieron —Vicente Fox y Enrique Peña Nieto—, pero su tránsito ocurrió en medio de la unidad de sus respectivos partidos y luego de que éstos habían ganado las elecciones intermedias en sus estados correspondientes.

Sheinbaum no tiene ninguna de las dos cosas. Morena vive un momento de conflictos internos —como puede atestiguar cualquiera que se dé una vuelta por su sede nacional o lea los periódicos— y más de la mitad de los votos en la capital de la República, bastión de la izquierda desde 1997, se fueron a la oposición el pasado 6 de junio.

Lo que sí tiene la jefa de Gobierno a su favor es el apoyo del Presidente. Éste puede ser determinante para hacerse de la candidatura presidencial dentro de dos años y medio, pero pudiera también ser un estorbo —junto con el sentimiento antichilango que aún prevalece en muchas partes del país— para que pueda llegar a Palacio Nacional.

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