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La mirada profunda

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Guillermo Fajardo*

 

Sonará extravagante, pero a Rafael Ramírez Heredia le gustaba contar historias. Sus cuentos así lo confirman: narraciones que se multiplican, registros que bajan y suben, un coro de alientos arrastrado por la interminable brega de la vida, la feracidad de voces como paraíso ubérrimo que hay que recoger. Hay autores que se sienten cómodos multiplicando los universos. Ramírez Heredia, precisamente, tenía vocación de fanal: atraer a su luz la mayor cantidad de bichos que pudiera. Sus cuentos son avalanchas breves de personajes que rebotan por doquier.

La marcha alucinante y su visión coral sobre México le permitieron almacenar dinamita que explota controlada por sus descubrimientos. México, más que una sociedad, aparece como catálogo. Ahí están los asesinos, los detectives, los toreros, las cantantes, los oscuros burócratas, la medianía de los habituales. Se interrumpe la vida para mostrarla como museo. Aun así, no hay petrificación narrativa en sus cuentos, sino una fluidez valiente que narra los deseos y la precariedad con los instrumentos propios del arqueólogo. Sus descubrimientos se exponen en cuentos como Danzón dedicado, una oda al amor no correspondido que se deja engatusar por la esperanza; Los rumbos del calor, en donde un hombre sale a conocer el mar para quedarse impregnado, acaso para siempre, con los sonidos y el sabor de aquel; Albur de amor, en donde el asalto a un banco le proporciona a una mujer los arrestos necesarios para salir de su soledad y volver su vida un episodio de televisión, de ésos que ve de tarde en tarde con su tía y su madre, al abrazar a uno de los atracadores.

El lenguaje de Heredia, mimético, estría la lectura, pues nos proporciona una brújula. Podrá fruncir el ceño el lector ante estos desplantes de la expresión, en donde la acción, por ejemplo, nos encuentra con todo su aliento desde el principio, como en Sombras nada más, El Rayo Macoy o Con el faul a cuestas. Ramírez Heredia, sin embargo, nos da marcas de agua que confirman su estilo: una mirada detallada de los sucesos y un esfuerzo íntimo por la atomización del instante. Historias sacrificadas por otras, ráfagas narrativas sobrepuestas. Así sucede en su cuento El Prieto: “Iban a Tampico, y durante el trayecto salió a la plática lo de otro viaje, el de Guerrero. Quizá las horas desde la Ciudad de México hasta Necaxa, por donde ahora cruzaban, el deseo de llegar al puerto jaibo, el silencio o la flojera, los llevara al recuerdo”. Tres viajes comprimidos en pocas frases, el pasado, el presente y el futuro calcinados en uno solo: la memoria de un viaje, la vitalidad del que se hace, el deseo de llegar a otro encuentro.

Sus cuentos se configuran sobre la carne, ésa de las repugnancias, pero también de las sensualidades abaciales que rozan las entrañas del sexo sin tocarlas. Repullos narrativos de un arco que mantiene la mirada y la domina hacia aspectos de la vida que podrían parecer insignificantes: beber jaiboles, retar la mirada del otro, atreverse al recuerdo o al ritual inequívoco del baile. No hay filípicas que condicionen la libertad ni los pecados de sus personajes. Existe, eso sí, un remordimiento lagrimoso por no averiguar más sobre esas existencias suspendidas, salivando por atiborrarse de alcohol, de aventura, de memorias.

Quien se adentre en Ramírez Heredia se dará cuenta que la vida pasa en la plaza de toros, en la cantina, en las esquinas, en la cama que aplaca los sueños de los caídos redimidos por el contacto de una mujer o de un hombre, en el sueño intocado de los ascensos profesionales, en la dicha efímera de las epifanías tempranas. Me parece que a Ramírez Heredia le preocupaba la condición de los sacrificados, de aquellos que se marean con las posibilidades del poder o del amor sin advertir que su esfuerzo, homogéneo al de todos, no posee ninguna cualidad redentora particular.

Pullas, dichos, perogrulladas que saben a verdades: Ramírez Heredia, experto en representar las aspiraciones vanas o importantes de los hombres, nos permite asistir a la exclusividad de sus duelos o sus derrotas. En un mundo acostumbrado al éxito omnipresente, en donde se premia la mediocridad para salir del apuro, Ramírez Heredia les da a los perdedores la posibilidad de contar sus capitulaciones. La literatura ha sido infectada por esta ambición del reconocimiento inmediato. Los escritores necesitamos perder, hoy, más que nunca. Perder las listas perennes, las traducciones, las fotografías. Ganar el tiempo, las historias, la obsesión por los desvelos.  

Con Ramírez Heredia lanzo una botella al mar: ojalá que todas nuestras historias se desvanezcan en este aire.

 

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