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Exigencias de la patria

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Guillermo Fajardo*

El reciente conflicto en Ucrania ha despertado ciertos miedos en las democracias occidentales que lograron conjurarse mediante una respuesta colectiva y uniforme en contra de Rusia. Las redes del poder norteamericano, activadas y salvaguardadas después del letargo de los últimos años, siguen siendo los pilares que mantienen la confianza de una buena parte del mundo en las instituciones como poderes organizativos. Los escombros de las ciudades ucranianas, el dolor de sus habitantes y la violencia del conflicto bélico se convertirán, tarde o temprano, en material para la memoria. 

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La premio Nobel de Literatura Svetlana Alexiévich (1948) así nos lo hizo ver en La guerra no tiene rostro de mujer, un compendio de voces arreglado con el azar de las tómbolas y que recupera el poco conocido papel de las mujeres en el Ejército Rojo durante la II Guerra Mundial. Pocas veces se encuentra, en la literatura contemporánea, el abandono consciente de la voz autoral, esa vanidad que algunos encuentran en el Romanticismo y que los antiguos ni siquiera consideraban importante. Alexiévich presta su grabadora y ofrece un espacio para la memoria, una hazaña monumental dado el trauma que las guerras le imprimen al espíritu humano. Cuando la autora escribe, lo hace casi con timidez, como si la intrusión de su propia voz fuera a decolorar lo que recogió. 

Sabe que esas memorias no le pertenecen y por ello prefiere dejarlas fluir en libertad. No podemos hablar de entrevistas, sino de flujos de conciencia, acaso la forma más democrática del recuerdo. 

 Estamos ante un libro lleno de ambivalencias, vacilaciones y claroscuros: aquellas que lucharon decidieron hacerlo porque así se los exigía la patria, esa idea cultural que inmola la individualidad y fabrica ciudadanos a granel, productos políticos que no son nada sin el partido, la idea o el caudillo. “Nosotros no necesitábamos ahondar en cómo éramos, porque éramos nosotros. Nos educaron en la idea de que éramos uno con la patria”, dice una de las combatientes. 

 Ese fervor político nacionalista se mantiene peligrosamente vivo en el presente. Sigue justificando atrocidades en nombre de un territorio, ya sea a través de las cursilerías de gestas inmemoriales que la historia recuerda o la función más pragmática de la seguridad nacional. No se trata tanto de una idea sino de una táctica que opera con los parámetros de la fe, pues los dogmas de la patria, así como los de la religión, no pueden ni deben reescribirse. Religión y nacionalismo son textos antidemocráticos en donde el fervor es una prenda de la inteligencia y la única actitud que no genera sospechas. 

Alexiévich comparte la ansiedad de los coleccionistas de no poder poseerlo todo. En este caso, el de la imposibilidad de recoger cada una de las voces posibles. Más que enseñarnos los traumas de la guerra, a la bielorrusa le importa el aspecto emocional de la memoria, el depósito más engañoso pero sincero de la identidad. Adentrarse en este libro es también examinar las tensiones del género, la forma en que hombres y mujeres actúan en los límites de la vida y del peligro, posiciones que en nuestro tiempo comienzan a desmontarse con furia. 

 La vanidad, el amor, la preocupación por el aspecto físico, la compasión: un abanico inusual de emociones empapa estos testimonios. En medio del horror y la sangre, una oportunidad para la misericordia. Los hombres, por un lado, relatarán sus heroísmos, pero las mujeres contarán la verdadera historia, pues, como dice la propia Alexiévich: “Con alegría y a gusto me explicaban sus inocentes apaños de chicas, los pequeños secretos, los signos invisibles, cómo a pesar de todo, rodeadas de la cotidianidad y el quehacer <<masculinos>> propios de una guerra, querían seguir siendo ellas mismas”. 

En la guerra se suspenden todas las formas del futuro. El ser humano se transforma en puro presente, en la urgencia por encontrar cualquier migaja de vida, algún gesto cotidiano. La comunión entre combatientes refuerza esta urgencia temporal. El terrible sentido político de la solidaridad, en el caso del Ejército soviético, fue lo que llevó a millones de rusos a dejar sus vidas en los campos y las ciudades europeas. Con razón una de ellas llega a decir: “Somos una tribu en vías de extinción. ¡Unos mamuts! Somos de una generación que creía que en la vida hay cosas que están por encima de la vida humana. La Patria y la Gran Idea. Bueno, y también Stalin”. 

 Svetlana Alexiévich se abandona para buscar en la metralla las voces de los individuos. Ahí, entre las cenizas, encontró buena parte de la humanidad.

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