Logo de Excélsior                                                        

El problema del ahora

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Ingela Camba Ludlow*

La gratificación instantánea es uno de los mayores problemas a los que nos enfrentamos como sociedad.

Durante las etapas del infans (el que no habla) y la posterior temprana edad del niño, se aprende a sobrellevar la demora de la gratificación. Tener hambre y no ser saciado de inmediato; sentir miedo y no poder se levantado en brazos de manera instantánea para sentirse protegido; querer jugar y tener que esperar a que sea el momento adecuado o que se termine un trayecto para llegar a un parque o a un jardín para así poder moverse y experimentar el cuerpo; tener que ir a acostarse cuando aún se tienen ganas de seguir jugando; comer algo salado, en lugar de algo dulce; quedarse con el suéter para salir a jugar cuando en realidad estorba los movimientos… Y así una serie innumerable de eventos que se repiten una y otra vez para que aprendamos a esperar.

Todos estos pequeños momentos van generando los caminos y las estructuras para después convivir en sociedad. Lograr retrasar la gratificación y, en ocasiones, posponerla un tiempo considerable es lo que nos permite entender que hay eventos en la vida que son primordiales y otros que no. El hecho que podamos anteponer nuestros deseos a las necesidades reales y más inmediatas de otros y que no siempre podemos ser los primeros nos enseña a convivir.

La tolerancia a la frustración es algo así como un súper poder. Y no se nace con él, es un arduo camino cuesta arriba. Esto lo pueden corroborar los padres que constantemente deben decir no. Quitar de las manitas de sus hijos esos dulces, golosinas o frituras que no se podrán llevar, que no eran parte de la lista del súper o de la tiendita y, por lo tanto, deberán regresarlos, no es una tarea fácil. Se enfrentan a los peores berrinches, a las miradas atentas, compasivas o irritadas de los otros, y aunque es un mal trago, saben que le están enseñando a los pequeños que hay un momento y un lugar para todo, y que ése no es el momento.

Durante la adolescencia se combate aún con más energía para conseguir lo que se quiere, permisos, fiestas, paseos, etc. A esta altura, los padres ya están un poco más cansados, pero aun así logran poner cierta resistencia y consiguen poner los límites esenciales (en el mejor de los casos).

Sin embargo, también mientras van creciendo comienzan a adoptar como mantras las ideologías de “ahora o nunca” o “me merezco ser feliz”, que en su manera reduccionista no es otra cosa que darle luz verde al impulso disfrazado de “esto es lo que quiero en la vida”.

O escuchan las voces de las sirenas: “Al cliente lo que quiera”, “al cliente hay que darle siempre la razón” o “satisfacción 100% garantizada”, que buscan asegurarse de una compra inmediata antes de que el pensamiento actúe y se produzca la transformación de persona en cliente y ya no se da cuenta de que no quiere verdaderamente eso o que nunca lo ha necesitado. 

Esta dinámica ha ido migrando poco a poco a otras situaciones, ya no se trata de las cosas, sino de la relación que se tiene hacia ellas.

Se ingresa al trabajo nuevo y éste no parece ser lo que se esperaba. Quizá son muchas exigencias y antes de que se termine de entender de qué se trataba, se ha renunciado. Quizá se siente incapaz y no puede remontar esa sensación, o quizá siente que era demasiado capaz para lo que tenía que hacer y que no estaban explotando su potencial a sólo unos meses de haber ingresado a trabajar.

En el amor sucede algo muy parecido. Se espera que una relación amorosa sea buena desde el inicio, “no tengo tiempo para estar perdiendo”; cuando una relación se tratara de tejer entre dos. Incluso para buscar hilos nuevos, cada vez mejores, hay que esperar, o para recuperar los que se zafaron y desbaratar uno que otro nudo. No, la cultura del ahora tiene una necesidad de saber, o quizá ansiedad de saber si es bueno o es malo, si vale la pena o no, si se descarta o se conserva.

Todo se resolvería como temas más o menos neuróticos a sobrellevar en la vida cotidiana, si no hubiésemos trasladado esa ansiedad por el ahora al terreno de las políticas públicas y la infraestructura del país. Los gobiernos requieren continuidad entre ellos, porque las grandes obras toman mucho tiempo; los acuerdos entre diferentes facciones políticas toman mucho tiempo en negociarse, y el poder se puede alternar entre unos y otros. Detener un aeropuerto porque el mío es más bonito, inaugurar con prisas y malos acabados para poder decir que se cumplió sin la conciencia de que a la larga tendrá costos altos. Parece que nadie piensa en las generaciones futuras. Desde hace algunos años, la mentalidad de los políticos se ha centrado en lo que pueden obtener ahora o en el plazo de sus periodos, sea cual fuere un sexenio o un trienio. El costo político de vetar lo que es incorrecto porque destruye el ambiente, porque pueden ganar alguna función en el gobierno o una embajada o un favor en el futuro a corto plazo. En esa ansiedad de si no puedo hacerme algo en el presente, no quiero dejar paso a lo incierto de los hechos, aunque derrumbe lo cierto de una postura ética y comunitaria. Es el ahora o nunca.

Todo parece que, en lugar de crecer y desarrollarnos síquicamente, involucionamos y nos convertimos en niños pequeños que no han aprendido a esperar ni a compartir, que lo quieren todo para ellos y que siempre considerarán que sus deseos son más importantes que los demás. Y esperan gratificación instantánea. Nos merecemos mejores adultos en el poder. Es el problema del ahora.

Comparte en Redes Sociales