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El delirio del sátiro

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Guillermo Fajardo

Las formas extremas de la violencia contra la mujer fueron representadas, en toda su crueldad, por Roberto Bolaño en su novela 2,666 (2004). Ciudad Juárez representa el episodio más primitivo y, a la vez, más moderno sobre las múltiples formas de exterminio que adquiere el asesinato serial. En un contexto de corrupción e impunidad estatal, el cuerpo de la mujer, como ya lo dijo Rita Segato en un ensayo, es utilizado para mandar mensajes entre sujetos violentos: inscribir la tortura en la piel del otro se ha convertido en prerrogativa de los que ordenan un territorio.

La hegemonía del hombre sobre el cuerpo de la mujer y las formas en las que lo domina nos hablan de tácticas atemporales de largo alcance, de adiestramiento masculino, que la crítica apenas ha comenzado a desenmarañar. La literatura puede ayudar en este esfuerzo esclarecedor, no sólo como memoria ordenada, sino como instrumento de denuncia. La violencia —de cualquier tipo— busca transformarse para aparecer naturalizada, es decir, normalizada en nuestras relaciones con los demás: así se cuela sin ser detectada. Gracias al esfuerzo sistemático del movimiento feminista, otras zonas de la opresión han sido visibilizadas frente a nosotros.

 

La escritora Laura Restrepo (Bogotá, 1950) ha conseguido en su novela Los divinos (Alfaguara, 2018) rastrear, en toda su frivolidad, la construcción de las identidades de aquellos que se apoderan de la fragilidad de los cuerpos femeninos que claman por dominar. La novela narra el caso real de Yuliana Samboní, una niña indígena de siete años, colombiana, la cual fue secuestrada y abusada por Rafael Uribe Noguera, un acaudalado arquitecto proveniente de una rica familia bogotana.

En Los divinos, Laura Restrepo nos presenta a los Tutti Frutti, un grupo de cinco hombres que llevan una vida acomodada y, en las elipsis que deja Restrepo, siniestra por la manera en que se vinculan con el mundo: barones indecisos entre materializar su poder o dejarlo a la vera para que otros lo admiren.

Acostumbrados a la más banal de las existencias, Restrepo narra cómo articulan sus mundos: artículos de lujo, dominaciones silenciosas, invasores de todos los espacios. Colombia aparece en la más cruda de las desigualdades. Los Tutti Frutti, empeñados latifundistas, se vuelven ciegos ante su entorno. Todo les está permitido. El argumento de Restrepo, sin embargo, es más complejo: parece decirnos que la materialidad de una vida acomodada nos convierte en cascarones que terminan por anunciar a los depredadores que llevamos dentro.

El ambiente festivo de la Babilonia de los Tutti Frutti se rompe cuando uno de sus integrantes, El Muñeco, secuestra a una niña y la mata. El narrador del relato, El Hobbit, en una escena absolutamente escalofriante, será el encargado de borrar de la computadora del asesino parte de la pornografía ahí guardada. Es en este punto cuando Restrepo nos conduce, literalmente, a la boca de un lobo. Nos viene a la mente, inmediatamente, aquella famosa frase de la feminista Robin Morgan: “La pornografía es la teoría, la violación, la práctica”. La identidad de El Muñeco, ese “sátiro”, colapsa y se expande en un segundo: el lector es capturado por las llamaradas siniestras de un deseo desviado.

Se abre, también, eso que Julia Kristeva, en Poderes del horror, llama lo “abyecto”, es decir, “un terror que desensambla, un odio que sonríe…”. Para Kristeva, pues, lo abyecto nos lleva a una zona donde “el significado colapsa”. El acto violento, ese que rasga la carne, deja un espacio abierto que no puede ser llenado. En su libro Bloodscripts (2003), Elana Gomel, por ejemplo, argumenta que para el sujeto que comete actos terribles, “el impacto de la violencia equivale a la aniquilación de la personalidad”. Es decir, la violencia borronea nuestra identidad y, acaso, todo sentido ético respecto al otro.

Restrepo entiende bien estos significados de la violencia. Dice la escritora: “La escoge a ella, la niña-niña, precisamente por ser la criatura más indefensa del universo. La más vulnerable. Precisamente por eso. Él es hombre, ella, mujer. Él, adulto, ella, una niña. Él, blanco, ella, de piel oscura. Él es rico, ella paupérrima. Él es el más fuerte, ella, la más débil. Él, amo y señor. Ella, criatura del extrarradio”. Aquí surgen una serie de ecos que rebotan hacia nuestra historia colonial y de vuelta a las formas del racismo más rampante, pasando por las desigualdades defendidas por el capitalismo y el ansia del hombre, una vez adquiridos los estatus del poder, para consumir lo que desea.

“—No es un monstruo —insiste—, es un ser humano. Y ésa es la tragedia, que esto lo ha hecho un ser humano”, escribe Restrepo.

Tiene razón: ya quisieran los monstruos vestirse como nosotros.

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