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El abismo de Bolaño

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Guillermo Fajardo*

Ignoro cuántos fines de semana les salvé a mis compañeros. Me gusta pensar que mi carrera de escritor empezó firmando como si fuera otro, personificando, de cierta forma, una autoridad superior. No sé por qué no lucré con ese engaño, que habrá durado solamente unas cuantas semanas. ¿Sería una forma honesta de la mentira o una de las máximas no escritas de la amistad?

La historia viene a cuento porque así concibo la narrativa de uno de los escritores-mito que goza de una popularidad cada vez mayor: Roberto Bolaño. Rúbricas, garabatos, trazos: en eso consiste su narrativa, en escribir como si fuera otro, como si sus historias estuviesen, como se ha insistido, inacabadas, pero no incompletas. Habrá múltiples adjetivos para describir su escritura, como los que utiliza Oswaldo Zavala en su libro La modernidad insufrible: “proyecto herético”, “descentramiento” u “horizontalidad”. La abundancia de crítica sobre su obra, pero, sobre todo, las posibilidades escriturales que nos deja a los escritores jóvenes son invaluables, acaso porque es la forma y el fondo del fragmento extenso como poética la que permite explorar innumerables universos narrativos: el exilio como condición vital, el abandono, los errantes, la conversación trivial, el mal, la escritura como experiencia. Sacerdote itinerante de Borges, Roberto Bolaño se tomó en serio la relectura del argentino hasta el grado de la efervescencia, la originalidad, la literatura como mundo.

El mito de Roberto Bolaño lo reduzco a la peculiaridad física de su novela más famosa, es decir, 2,666, que he tenido que sacar, varias veces, de la biblioteca de la Universidad de Minnesota, donde estudio. Más que cualquier otro libro que he pedido prestado, este de Bolaño es el más manoseado, subrayado y tachado de toda la sección de literatura latinoamericana. Sorprendentemente, no lo he encontrado en la sección de literatura rumana o japonesa. Acaso no desentonaría por su condición de escritor viajero, emulada en Los detectives salvajes, otra de sus novelas. 

Si la memoria no me falla, Alberto Manguel mencionó que hay algo de seductor en llevarse un libro a la cama. Roberto Bolaño, como el itinerante que fue, parece haber pasado por todos los espacios cotidianos: el baño, la cocina, la sala, el dormitorio y alguna buhardilla o sótano inaccesible. En Bolaño no se aplaza la mística de la comunidad lectora que encontramos en libros antiguos dedicados a viejas amistades o complicidades olvidadas. Acaso la omnipresencia de un autor proviene del número de personas que creen haberlo leído. También hay quien se jacta de no haberlo hecho, como si fuese una obligación escolar. Quizás el éxito del escritor provenga de esa inevitabilidad.

Otro síntoma de ubicuidad literaria puede identificarse por la cantidad de anécdotas que se cuentan sobre un escritor. Tengo la impresión que Bolaño pertenece a esa estirpe sagrada. Borges podría ser su precursor. Quizás al lector le emocionen esas cápsulas de la vida diaria que revelan rasgos del genio cotidiano o excentricidades monacales —se decía que Bolaño leía hasta en el cine— que confirmen que el libro que traemos en las manos posee alguna característica divina del más común de los orfebres: el escritor. La idolatría de Bolaño por las historias desbordadas y corales se corresponde, irónicamente, con una ética del trabajo literario que sólo dejó la pluma hasta la muerte y que desde ahí articuló su propio mito. Su vocación literaria coincide con el compromiso que tenía con su imaginación: la abundante intersección entre genio literario y supervivencia artística.

Después del boom y su trilogía de perfectos —García Márquez, Fuentes y Vargas Llosa—, el escritor latinoamericano acaso tuvo que buscar en el espacio global las armas de una nueva narrativa. Roberto Bolaño encontró ese hueco en la mirada del mundo como horror compartido y como modernidad fracturada. Después de las revoluciones gloriosas, las grandes narrativas históricas y los mastodontes políticos del continente, tenía que aparecer una escritura que mirara a los basureros y a los abismos que la modernidad había dejado. Y fue entonces cuando Roberto Bolaño saltó al precipicio sin paracaídas. Milagrosamente, todavía lo sostiene el viento.

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