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Dos semanas de fiebre y delirio

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

Por Alejandro Espinosa

Es curioso que Juan Gómez Bárcena eligiera el lapso de dos semanas para temporalizar la expedición de su más reciente novela, en la que el tiempo camina por el espacio como en un recuerdo muerto o, más bien, donde el tiempo es forma y metáfora de la futilidad de toda búsqueda. Curioso que sean precisamente dos semanas de fiebre, delirio y eternidad, porque esta obra fue publicada a principios de marzo y, como la gran mayoría de novedades editoriales aparecidas en este año, vio interrumpidas sus presentaciones a causa de la pandemia. Dos semanas es también el intervalo que recomiendan los médicos para guardar cuarentena después de haber estado en contacto con un contagiado. En esos días tortuosos pueden o no aparecer los síntomas, muchos de los cuales (diarrea, cansancio, dolor de pecho y cabeza) somos capaces de inventar en rachas de ansiedad y estrés. Todos con excepción de la fiebre, y quién sabe, pues soy de la opinión que, llevada al extremo, la paranoia puede cambiarnos hasta el color de la piel.

Como la vida tiene que continuar, pese a la suma acumulativa de fallecidos, contagiados, recuperados y reinfectados, hoy en día todos los habitantes del planeta vivimos en esa permanente cuenta regresiva. Tal vez algunos estén en los primeros días, cuando un estornudo es motivo suficiente para reescribir el testamento, o a la mitad, meditando la pesadez del tiempo, o en el regocijo de las últimas horas, poco antes de volver a comenzar el conteo. Esta enfermedad es la perfecta cámara de tortura de un neurótico, en estas condiciones de terror individual y colectivo, avasallados por un exceso de información, parece que ni siquiera los muertos están a salvo del enemigo.

La frase que intitula esta novela proviene de Walter Benjamin y podría querer decir que en la eterna pugna de entre los que cuentan la historia y los que se la creen, no se salvan ni los que ya no están. O puede ser que signifique que a la hora de contar una historia encontraremos argumentos en las voces de los caídos, aunque estemos condenados a olvidarlos.

Lo cierto es que este epígrafe da pie a una magistral novela histórica sobre un viejo conquistador venido a menos, al que le encomiendan una última misión que partirá en dos su identidad.

La tarea de Juan de Toñanes es dar caza a un indígena instruido por los franciscanos, el indio Juan, quien después de ser alabado como un santo o un mesías, cometió el atrevimiento de querer transformar el mundo al traducir la Biblia del latín. El virrey quiere la cabeza de este hombre que huyó a tierras chichimecas para fundar su propia iglesia, pero, sobre todo, quiere eliminar la obra que se atrevió a interpretar. Juan de Toñanes se sumergirá en esta búsqueda en espejo con su doble. El encargo le llevará dos semanas de desenredar la cartografía de las tierras chichimecas y cinco siglos de explotación colonial e infortunios.

Estructurada como las primeras crónicas de la Nueva España, la travesía se convierte en un naufragio al estilo de Cabeza de Vaca o un delirio como el de Aguirre o Coronado. No obstante, Ni siquiera los muertos es mucho más que una bien acotada novela histórica, mucho más que el descenso de un héroe sin atributos a las entrañas del infierno. La prosa nos entierra en el paraje desolado del norte de México con ecos a autores tan dispares como Conrad, en la búsqueda del corazón de las tinieblas; Kafka, en el humor burocrático que aturulla cualquier encargo de la Corona; Lowry, con ese clima enfermizo que marea al foráneo al retratar la epidemia que llevaron los españoles a América, la cual masacró a los indígenas. Pero, sin duda, el gran referente de Juan Gómez Bárcena es el otro Juan —relación que tal vez esté metaforizada en la trama, donde un Juan europeo busca incansablemente a un Juan americano—. Ese autor que inspira el ritmo y el rumor de las 400 páginas que componen este libro no es otro que Juan Rulfo. Habla muy bien del estilo de una obra el hecho de que un escritor español se ponga a escribir a la manera de Rulfo y salga bien librado. Gómez Bárcena debe ser el autor de su generación que mejor ha leído a Rulfo y lo reclama en Ni siquiera los muertos sin ningún dejo paródico, como están haciendo otros novelistas jóvenes, sino con todo el rigor poético y la noción trágica de su lenguaje.

Ni siquiera los muertos es una novela movediza que toca conflictos actuales con la premisa de que todos estos temas llevan repitiéndose desde hace siglos: la dominación colonial, la falsa idea de civilización, la identidad del viajero que se funde con un nuevo territorio, la invención de los muros (el otro epígrafe de la novela es un discurso de Donald Trump), pero limitarse a una lectura política de esta bella experiencia literaria sería reducirla a panfleto y no detenerse a admirar su hilo continuo de imágenes vivas y su pericia para convertir un breve lapso de dos semanas en un intenso debate por encontrarnos a nosotros mismos en esta nueva normalidad, que tanto se parece a la antigua.

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