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Como la vida misma

Miguel Dová

Miguel Dová

 

LA FORTUNA DE ESTAR LOCO

Los locos tenemos el privilegio de poder esconder nuestras realidades bajo un manto de insana mantequilla de maní. Somos felices porque decidimos serlo, y enfrentamos nuestros temores desde un ángulo distinto. Sabemos que lo feo es feo, y en nuestra loca inteligencia pensamos que conviene cubrirlo de mazapanes de gracia o de positivas almendras; no para no verlo, sino para afrontarlo y para que duela menos.

Los locos amamos más, buscamos la ausencia de maldad que nos lleva a la entrega sin medida, a confundirnos con lo amado y hacer burbujas egoístas donde se funden el tú y el yo en un coulís de frutos rojos. Los locos adoramos la vida y nos colgamos de la risa, tanto de ella asidos, que por reír nos reímos siempre, con ese desparpajo que quita el arma a los dientes, para que sean perlas o sonajas divertidas que se asoman tras los labios en muecas con sabor a piña, en carcajadas estruendosas que se confunden con señales de demencia. Sin reparar siquiera, en que no por loco te ríes, te ríes para estar loco.

Los locos no mentimos, para ello sería imprescindible estar dotados de una dura coraza de miseria humana, y a nosotros, nos va mejor el canto de las sirenas de dibujos animados que las verdades de Sócrates. Cabalgamos en unicornios dorados que nos llevan a los cuernos de la luna, y desde esa posición de ensueño, podemos ver los amaneceres más claros y las noches más apacibles; las tardes más soleadas y a las mujeres más hermosas.

Esos viajes requieren energía y, tan sólo hemos encontrado un combustible interminable, una mezcla de amor, ternura y unos mililitros de coraje. Trazamos la ruta en la mente, después las cabalgaduras nos llevan, a veces, a galope tendido, y a veces, más lentamente.

Los locos somos endogámicos, sólo encontramos nuestras mitades entre nosotros, porque a los juiciosos les parecemos peligrosos, confunden nuestras garras de letras y papel con las fieras mandíbulas de sus corazones endurecidos. Los prudentes se pierden de la magia, y la niegan, y en sus grises horizontes se protegen contra nubes de algodón y contra océanos de jugo de arándano, donde ellos ven dolor, y mares de sangre.

Los locos nos regocijamos con la belleza; la encontramos en la tierra húmeda de rocío, en el verdor de los campos, en una mirada serena, en la piel de un leopardo, en un poema de
Nervo, en un minueto de Bach, un cuadro de Mondrian, un gordito de Botero, en un amanecer de invierno, un canto gregoriano, en una canción de Serrat, un movimiento de
Elvis, en el Imagine de Lennon, en la risa de los niños, los besos de las madres, en los infinitos te quiero del enamorado, en un cuerpo bien torneado, en un plato de Adrià, en un aria de Verdi, en el David de Miguel Ángel, en las lágrimas sentidas por un dolor del alma, en la fe de los que creen, en la renuncia de los ateos, en la convicción de la lucha, en el tesón y en la entrega, en el amor sincero, en la amistad, en la vida, la alegría, la armonía y estar bien con uno mismo, encontrarse y perdonarse para seguir descubriendo la belleza en todas partes, la belleza de una rosa. O la belleza de las cosas.

Los locos tampoco estamos tan locos, nos cabe un ramo de razones para entender que nuestra posición no es forzada y que, al ser por decisión, es más bonito estar loco. Se vive mejor y más pleno, se goza de lo propio y de lo ajeno, se vibra por cosas nimias, se derrite uno en helados de turrón y mantecado, porque flotando también se avanza hacia la inescrutable llegada, y para eso hay tiempo, sobra tiempo, todo es tiempo, el valor y la verdad dejan de serlo en el tiempo. Sólo permanecerá el recuerdo cuando se termine el tiempo.

 

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