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La receta autoritaria

Max Cortázar

Max Cortázar

Al presidente de El Salvador, Nayib Bukele, le cuesta mucho trabajo comprender que su mandato es uno democráticamente acotado por un “gobierno dividido”. Esto es, una administración sujeta, de manera natural, a restricciones políticas mayores porque el partido del mandatario carece por sí solo del control legislativo, al tener una bancada que representa menos del 50% más uno de los escaños. Bajo el resultado electoral de la presidencial de 2019, el mandato de los votantes salvadoreños fue claro: persiguen cambios en política pública y asignación de presupuestos, pero habrán de ser, en principio, moderados, dado que tanto el presidente como las fuerzas políticas se ven obligados a construir acuerdos, con el fin de alcanzar las mayorías legislativas requeridas para las reformas legales o la aprobación de presupuestos, a partir de los cuales se consiga un cambio de ruta en ese país.

Sin embargo, al presidente Bukele le molesta el equilibrio de poderes. La Asamblea Legislativa ha cuestionado su petición de contraer una deuda de 109 millones de dólares, aportados por el Banco Centroamericano de Integración Económica, con el objetivo de actualizar el equipo utilizado por las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional Civil en el combate a la criminalidad. El cuestionamiento de diputados no ha sido respondido desde el Ejecutivo con diagnósticos institucionales ni criterios de política pública convincentes, mucho menos con un diálogo democrático que amplíe consensos en torno a la tercera fase del Plan Control Territorial impulsado por el mandatario. Al contrario, el presidente decidió tomar por asalto la sede de la Asamblea con efectivos militares y civiles para conseguir la aprobación de los diputados requerida en términos de ley.

El discurso de Bukele, los símbolos y la demostración de fuerza armada desplegada en una instancia de deliberación democrática muestra que, para el mismo presidente, la polémica del endeudamiento es apenas el simple pretexto para terminar de montar a El Salvador en la ruta del autoritarismo que ya recorren varios países de la región. El mandatario quiere imponer el golpe de Estado o la sumisión institucional del resto de los poderes, bajo recetas antidemocráticas que se repiten una y otra vez en distintas latitudes, sin importar si el gobernante proviene de una formación ideológica de izquierda o de derecha, frente a sectores sociales frustrados por el desempeño de su economía o desencantados con las redes de corrupción que les gobernó.

Bukele quemó sus naves con la democracia porque ningún gobernante, defensor de ese sistema de organización política, se sienta en la curul del presidente del Congreso para amenazar diputados con los tiempos y sentido de una votación parlamentaria. Mucho menos si sabe que ese acto podría costarle el apoyo legislativo del partido bajo el cual consiguió llegar a la boleta presidencial y que, aunque con representación minoritaria, es su única plataforma desde la cual construir mayorías con una oposición que todavía tiene 72 de 84 diputados. Efectivamente, los legisladores de la Gran Alianza por la Unidad Nacional acapararon sumándose a la condena opositora por la toma armada de la Asamblea Legislativa, sólo que el presidente parece decidido a ya no caminar en democracia ni con unos ni con otros, al llamarlos a todos públicamente “sinvergüenzas” a las afueras del Congreso —como fue recuperado por los medios de comunicación—. Con ello, Bukele abre la puerta sin retorno a la desaparición de la Asamblea o la del gobierno por decreto.

Denostar a los adversarios e imponerles términos fatales es apenas uno de los elementos de la receta autoritaria. El presidente Bukele también recurre a asumir para sí el monopolio de la voz del pueblo, de forma que cualquier crítica a su gobierno no resulta un cuestionamiento democrático a las debilidades de su proyecto político, sino una afrenta directa de la vieja clase política a una sociedad ávida de cambio. Por eso el interés del mandatario de mantener vigente la guerra del presente con ese pasado del que sólo puede recordarse abuso, control y desigualdad, porque en ello radica la polarización que mantiene vigente su popularidad al enfrentarse, sin restricción legal o política, a los adversarios del pueblo que dominan las cámaras de comercio, los medios de comunicación y las instituciones del viejo régimen.

El juego se vuelve más peligroso, pero fortalece su probabilidad de éxito al predicar la religión desde los micrófonos del poder civil. Para Bukele, es Dios quien determina los tiempos de la política y quien calma los deseos de ira del pueblo al pedir paciencia —como se lee en varios medios, entre ellos la entrevista concedida a El País y en nota de BBC—. En esa lógica, es el mandatario quien tiene la voz del pueblo, pero también comunica la de Dios, para cuando el gatillo de la venganza contra la oposición deba ser jalado. Frente al descrédito del sistema de partidos y a la inoperancia de los organismos internacionales, será interesante ver hasta dónde llega la receta autoritaria del presidente Bukele.

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