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Reformismo centralizador: la cuarta perpetuación

María Amparo Casar

María Amparo Casar

A juicio de Amparo

El federalismo no fue bandera de la elección presidencial en 2012 y tampoco en la de 2018. Las propuestas de todos los candidatos siempre venían precedidas por un “impulsaremos una política o un programa nacional de …”. El reformismo centralizador sigue siendo lo de hoy. Quizá, con más fuerza. El manejo de recursos discrecionales por parte de la Federación y la pereza fiscal de los gobernadores están en el fondo del problema. AMLO ha identificado, una vez más, un problema real en la política mexicana, pero ha dado con una mala solución.

Hasta donde se alcanza a vislumbrar, su propuesta tiene tres vertientes. Una que se enmarca en su programa de austeridad y que busca racionalizar y ahorrar los miles de millones de pesos que cada secretaría de Estado gasta en sus oficinas de las entidades federativas. Tiene razón. Se gasta mucho y de manera opaca e ineficaz.

Tan sólo en las 32 delegaciones de la Sedesol se erogaron (Cuenta Pública de 2017) más de seis mil millones de pesos. Lo que se tendría que explicar es si realmente va a haber un ahorro. Delegaciones tienen que existir porque hay un enorme cúmulo de trámites y problemas a resolver que tanto funcionarios públicos estatales (electos y designados) como ciudadanos tienen que hacer en sus lugares de origen. Aquí hay varias preguntas: ¿la compactación va a reducir el número de empleados por cada oficina delegacional o, simplemente, se mantendrán, pero con carácter de subdelegados o personal del superdelegado? Si se va a reducir la plantilla, ¿cuánto costará el despido de miles de trabajadores? Y, ¿cómo impactará esto en el empleo y en la prestación de servicios?

La segunda se refiere al combate a la corrupción. Para nadie es un secreto que las delegaciones se usan de manera patrimonialista: para repartir puestos a allegados, familiares o compromisos políticos. Además, más de una vez se ha documentado cómo los delegados son personeros o directamente brokers para adjudicar contratos o amañar licitaciones. Cerrar las más de 500 ventanas a la corrupción que representan las más de 500 delegaciones estatales no es una mala idea. Pero, otra vez, no se puede hacer depender el combate a la corrupción de 32 personas superhonestas. La corrupción se combate con transparencia, prevención, incentivos y sanciones; con transparencia y rendición de cuentas. Nada de esto hay en la propuesta de AMLO.

La tercera es más cuestionable, pues se avizora un proyecto de control político de largo aliento. Hoy este control ya existe. La mayoría de las veces lo ejerce el gobernador o de manera compartida entre el secretario de Estado y el mandatario estatal. Entre otras cosas, las delegaciones se han usado en el pasado para crear y/o movilizar estructuras clientelares y electorales. De hecho, la costumbre ha sido que los nombramientos de los delegados recaigan en los gobernadores o se pacten desde la federación con ellos.

No es una buena práctica. El problema aquí es que la creación de las super-delegaciones no es el método apropiado para acabar con esta nociva práctica para el funcionamiento democrático de las instituciones o del régimen. Constituye un simple reemplazo: se sustituye a un “dueño” o jefe político de los delegados por otro. Y no sólo eso, ahora ese dueño será único: el titular del Ejecutivo.

El perfil de los superdelegados designados por AMLO no hace sino reforzar esta interpretación. Ellos y ellas son militantes o exlegisladores de Morena o de sus aliados, tienen aspiraciones políticas para las gubernaturas venideras y son enemigos declarados de quienes hoy ocupan las gubernaturas, pues en varios casos perdieron el cargo en las elecciones pasadas.

Es difícil pensar que estos nuevos personajes de la política no serán operadores políticos en un doble sentido: control desde el centro y pieza central en el reforzamiento de las estructuras territoriales para cimentar al partido gobernante.

No se trata de defender el statu quo. Lo que hoy sucede es inadmisible. Pero la solución no está en esta nueva criatura. En todo caso tendría que crearse una política pensada con base en las necesidades para la población y las actividades económicas de cada estado y una estructura técnica y meritocrática para los encargados de las delegaciones y no una que responde a claros propósitos y criterios políticos y de lealtad. Lo que estamos viendo es eso: el reparto de espacios de poder a los incondicionales del futuro Presidente y el control del gasto para seguir ejerciéndolo como garrote o zanahoria.

Arreglar el federalismo es urgente dado los problemas que lo aquejan: esclarecimiento de competencias, introducción de controles democráticos sobre el ejercicio del poder de los gobernadores, pereza fiscal en sus tareas de recaudación y discrecionalidad de la SHCP, hoy en manos del PRI, pero mañana en manos de Morena. De nada de esto hemos escuchado una sola palabra y esto suena más que a cuarta transformación a cuarta perpetuación.

Investigadora del CIDE

amparo.casar@gmail.com

Twitter:@amparocasar

 

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