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Las ánimas santas nos observan

Julio Faesler

Julio Faesler

Fue innecesario que el Inegi informara que la economía mexicana no crece. Desde principios del año, todos lo veníamos sintiendo. Las cifras que se repitieron a lo largo de 2019 iban a la baja. No es sólo el cambio de administración que explica el pasmo en que se encuentra México y que nos encontremos en el dintel de la recesión. Es el resultado de numerosos factores convergentes. El anuncio de que el crecimiento del PIB es prácticamente cero completa el cuadro clínico nacional.

El país ha salido de uno de los sexenios más oscuros de su historia moderna. La administración de Peña Nieto ensució la imagen nacional con corrupción de telenovela tan extendida que podría llamarse social.

Las elecciones con sus sorprendentes resultados nos dejaron en un túnel de incógnitas que sólo se abren con las decisiones del Presidente iluminadas por su instinto moral. El ánimo nacional se confunde cada día más.

El caso de México podría parecer semejante a la situación de muchos países que se debaten hoy en confusiones políticas por culpa de errores en sus decisiones para solucionar cuestiones sociales y económicas. Sus impacientes poblaciones ven que la corrupción se ha adueñado de sus clases dirigentes.

La insatisfacción popular en todo el mundo contra los políticos profesionales ha llegado a grados extremos y el afán de lucro estimulado por reglamentaciones tolerantes ha hecho que se hayan exagerado las brechas entre ricos y pobres.

La injusticia sistémica arraigada tanto en países pobres como ricos cuestiona los principios igual capitalistas que socialistas ya que ninguno ha resuelto, en vías de hecho, la contradicción que hasta ahora separa los factores capital y trabajo que están a la base de la producción. Las fórmulas del futuro, con elementos de las cooperativas y de las asociaciones de productores que conocemos, pueden presentarse con nuevas fórmulas jurídicas para asociar en armonía las fuerzas productivas del siglo XXI.

La tarea del gobierno es la de generar el equilibrio social y el clima de seguridad para los cientos de miles de unidades productoras del país. La unidad nacional en torno a este propósito la tiene que convocar la suprema autoridad y, lamentablemente, el jefe del Ejecutivo mexicano está fallando diametralmente a esta responsabilidad.

México no puede aspirar a encontrar formas futuras de la coordinación social si no está unido en su concepto más íntimo que pretende el desarrollo.

Se requiere el esfuerzo unido para cumplir metas tan concretas como el organizar a los pequeños y medianos como proveedores de empresas grandes o sustituir importaciones dañinas. La falta de un programa económico específico y consensuado nos aleja de los ansiados aumentos en el empleo formal y de absorber el excedente de mano de obra que espera trabajo.

La cohesión social es el dínamo que impulsa las realizaciones de una sociedad, pero si el gobierno es su primer enemigo se verá que las aspiraciones se esfumarán en una neblina de acusación y polémica que siembra frustración y de derrota nacional.

Nuestro gobierno, en su segundo año de ejercicio tiene la obligación, de consciencia, de dejar para siempre atrás su discurso que escinde a México en bandos para abrir el horizonte del triunfo compartido que el pueblo merece gozar.

Hay la intención de festejar el primer año del gobierno de López Obrador con un evento gigante en el Zócalo capitalino. Este tipo de reunión es muy del estilo del líder que cree que con ellas el pueblo reafirma su lealtad. Hay que reflexionar un momento: no le exijas todavía más al pueblo mexicano que, con lo que ha vivido este año, ya entró en terapia intensiva. 

Hoy recordamos a las ánimas que se han ido y que desde su etéreo espacio están pendientes de nosotros. Las lúgubres realidades que vivimos reflejan nuestros propios actos pasados que desaparecerán con la luz de nuestro esfuerzo unido. No hay que estirar tanto la liga.

 

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