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El manoseo de la ley

Juan José Rodríguez Prats

Juan José Rodríguez Prats

Política de principios

                Hemos destruido la conjura,

                aumentamos nuestro poder,

                ya no nos caeremos de la cama

                porque tenemos dulces sueños

                Jaime Sabines

 

Desde las primeras décadas de nuestra vida independiente, dos ilustres pensadores señalaron cómo gobernar. Lucas Alamán escribió: “Los males deben remediarse no sólo sin chocar con aquellas intenciones manifestadas por el transcurso del tiempo, sino, además por el contrario, lisonjeándolas y favoreciéndolas”. Ahí está definido el principio de lo que se identifica como pensamiento conservador. En notable contraste, José María Luis Mora subrayó: “La sabiduría política consiste en anticiparse a los acontecimientos, haciéndolo no como soberano que cede, sino como soberano que prescribe”. Ahí está el principio del pensamiento liberal.

Ambas formas de entender la política producen derechos igual de contrastantes. El derecho consuetudinario, que privilegia la costumbre para darle categoría de ley, y el deliberado, que se decanta por el ideal para cambiar una realidad a la cual se considera injusta y, por lo tanto, necesaria de ser reformada.

 

 

Las dos teorías jalan al gobernante a asumir posiciones extremas. Lo sabio y prudente es preservar un difícil equilibrio. No ha sido así. En nuestra historia ha prevalecido el derecho deliberado, que reiteradamente ha devenido derecho inventado y, por ello, desprendido de la realidad a la cual pretende regular.

Nuestra Constitución ha resultado un proyecto, un plan, hay quienes la consideran novela o cuento de hadas. Lo cierto es que no contiene normas jurídicas sencillas que consignen derechos y deberes. Se han cometido los peores errores jurídicos al hacer leyes de imposible cumplimiento. Se ha mentido con el derecho. Hasta ese grado ha llegado la demagogia, al deterioro de lo que deberíamos identificar cotidianamente en el desempeño de nuestras instituciones. Lo expresó con claridad uno de los mejores juristas mexicanos, Emilio Rabasa Estebanell: “Todo lo hemos esperado de la ley escrita y la ley escrita ha demostrado su incurable impotencia”.

Enternece escuchar a nuestro verborreico presidente decir que él ya se podría ir con la conciencia del deber cumplido, pues en nuestros ordenamientos jurídicos ya están consignados los derechos sociales que nos permitirán ser felices. ¡Eureka! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Desafortunadamente, la inseguridad, las enfermedades, la pobreza y un cruel etcétera nos continúan lacerando con su amenazante crecimiento.

Sí, desde hace algunas décadas iniciamos una transición hacia la democracia, pero para nuestro infortunio ha sido el periodo de la mayor diarrea legislativa. No puedo más que calificarla con esas palabras. Las leyes vigentes se violan y las que se hacen padecen de una pésima técnica legislativa. Lo peor ha sucedido en los años recientes. La brecha entre ordenamiento e instituciones y conductas, actitudes y los hechos mismos, se ensancha y se profundiza. Diría que cada día es peor que el anterior en las enormes decisiones antijurídicas. Me refiero a la más reciente.

El supuesto promotor gubernamental del desarrollo económico declara que la única posibilidad de superar nuestra crisis es mediante el incremento de la inversión privada, pues la pública tiene obvias limitaciones. En evidente incongruencia, el Ejecutivo federal machaca, una vez más, su idea de que “los únicos negocios que deben importar a los funcionarios son los negocios públicos” e intenta regresar al Estado empresario en ventajosa competencia con los privados, dada la protección gubernamental. No, el Estado está para otorgar servicios y fortalecer el marco jurídico, no para seguir incurriendo en actividades en las que sus fracasos están suficientemente documentados.

Lacerante momento vive México. En lugar de un liderazgo prudente y responsable, tenemos a un presidente que agrega, empeñosa y reiteradamente, más ingredientes a nuestra crisis. Hay que prepararse para contener tanto desvarío.

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