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Los olvidados

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

 

La infancia indígena que migra a la Ciudad de México es una semilla vulnerable que germina lejos de políticas públicas y culturales, es la síntesis de lo que no toca el muñón presupuestal que cada año agita una bandera de vinilo para ¿recordar? el Día Internacional de los Pueblos Indígenas.

Se comprende la urgencia de firmar convenios y organizar ferias con un puñado de conferencistas o la presentación de valiosas traducciones en lenguas que se evaporan. Pero a menudo esos niños son olvidados desde el púlpito de esos foros que se adornan la frente con sesudas reflexiones y discursos aleccionadores cada 9 de agosto.

Puede ser mi imaginación, pero no veo que esos protectores de un país pluricultural se interesen por aprender alguna de las 64 lenguas en peligro de extinción, registradas hace décadas por el Instituto Nacional de las Lenguas Indígenas (INALI).

En su lugar, destacan el valor de códices, vestigios arqueológicos y de cubrebocas hechos en Mérida o vendidos por Fonart. Aunque la mirada debería enfocarse en esas lenguas y en esos miles de niños que hablan náhuatl, mixteco u otomí, que son arrastrados a la metrópoli para pedir dinero.

Hace años fui testigo de una estampa que podría describir el extremo de ese mundo indígena que migra. Fue una medianoche cuando subió al metro un improvisado con guitarra en mano para cantar Una aventura, de la Banda El Recodo. Su español era imperfecto y hacía una reverencia ante los pasajeros.

El hombre pisaba sus guaraches como si intentara bailar, iba acompañado de una mujer indígena y de un niño descalzo. A simple vista, los tres parecían agotados, pero aquel infante de cinco años era el más afectado y no dejaba de llorar. Su llamado era la suma de la desesperación y su mamá no atinaba a callarlo con el amor de la lengua náhuatl.

Así que se concentró en la colecta de monedas y el niño estiró la rabieta. De pronto, la canción se detuvo y el hombre se abalanzó contra el niño, arrancó una cuerda del instrumento y la enredó en su cuello para arrastrarlo un par de pasos. Uno esperaría indignación o una avalancha de gritos, pero no fue así. Sólo un hombre mayor encaró a la pareja y lanzó algunos golpes. El alboroto atrajo a la policía y todo derivó en una salomónica denuncia que fue archivada.

Podría decirse que la anécdota es excesiva, pero los años nos han mostrado estampas parecidas. Ahí están los niños que venden quesos en la colonia Narvarte, los boleritos del Centro Histórico o los que llevan dulces y hacen carrusel en las calles de Gante y Francisco I. Madero. Sólo ellos saben lo que es preservar su lengua en territorio hostil.

Años después, he comprendido mejor la virulencia de aquel hombre y la indiferencia de los pasajeros, a partir de las reflexiones de la escritora Nélida Piñon, quien afirma que “los seres humanos estamos regidos por la intolerancia” y, pese a lo imaginado, “no somos tan gregarios como decimos y por eso existen leyes, reglas y vigilancia, ya que muchas veces estamos tentados por la barbarie”.

En este punto del horror, nos queda leer su Estatuto del amor (aquí un fragmento: https://bit.ly/2DurBHh), incluido en Una furtiva lágrima, el más reciente libro de la autora brasileña, donde hace un llamado a las personas deshumanizadas que observan con naturalidad toda forma de violencia.

APUNTE EFÍMERO

Ayer se anunció la reapertura de cines (10 de agosto) y museos (11 de agosto) de la Ciudad de México, con un aforo al 30%. No sé si es el mejor momento, en pleno semáforo naranja. Confío en que las autoridades tendrán los insumos para evitar contagios masivos. Así que los valientes podrán ver El París de Modigliani y sus contemporáneos en Bellas Artes y no resignarse a ver su website, dado que las exhibiciones virtuales en exceso son como consumir trozos de unicel o mezcal de mala calidad.

 

 

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