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La santa destrucción

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

 

Algo se pierde cuando un espacio como el Templo de la Santa Veracruz se incendia. No importa si el daño es parcial o “reversible”, porque más allá de piedra y polvo en la superficie, se destruye una parte de nuestra identidad. Mientras tanto, los funcionarios culturales atienden el problema con un gesto de amargura y revelan su distracción para cuidar de esos espacios que requieren de financiamiento y que nadie quiere asumir.

Este hecho se une a otras omisiones recientes, como la puesta en venta de documentos históricos y de piezas prehispánicas en subastas nacionales e internacionales, el daño a monumentos como el Caño Quebrado –ideado por Nezahualcóyotl–, el robo de arte sacro, la lenta restauración del Ángel de la Independencia, así como la falta de apoyo a las momias de Guanajuato y a zonas arqueológicas como Dainzú.

¿Tanto drama por unas rocas? No es drama, sino una posición y una idea de memoria. ¿Acaso esa pregunta revela por qué debemos insistir en la protección del patrimonio mexicano? Pienso que sí. Porque tan relevante es el Tianguis Cultural del Chopo –que celebrará sus 80 años–, como los hallazgos en el Templo Mayor, la recuperación de la Casa de la Malinche, que fuera morada de los pintores Rina Lazo y Arturo García Bustos, o la revisión del Espacio Escultórico del Desierto, en San Luis Potosí.

Pero si nada de esto es valioso, empecemos por derogar la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, eliminemos el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y reduzcamos las atribuciones del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL), olvidemos los viejos murales y el rescate de los archivos musicales de catedrales que nada reflejan de nuestro tiempo. ¿Para qué abrir más zonas arqueológicas o invertir en la restauración de la Catedral Metropolitana?  Y, en aras de la amada descentralización –ya olvidada–, que cada entidad abogue por sus propios monumentos.

Para entonces, la Secretaría de Cultura federal sería un apéndice y podría simplificarse en dos oficinas, una para captar recursos de la iniciativa privada y otra que promocione recorridos turísticos, pero al estilo “VisitMexico”. Y desde ese punto ciego construyamos una nueva identidad basada en Hollywood y fast food, porque nuestra cultura padecería Alzheimer y necesitaría del espejo de otros. Olvidamos que cada recinto alimenta la definición más amplia de lo que algunos llaman ‘lo mexicano’ que, en unos días, celebrará con platos de pozole y tequila, a golpe de cohetones y bailes clandestinos en pandemia.

El Templo de la Santa Veracruz no son rocas sobre rocas. Según Manuel Rivera Cambas, es el tercero en importancia histórica de la Ciudad de México, y Manuel Toussaint lo definió como uno de los mejores ejemplos de arquitectura churrigueresca de la capital. Su historia nos remite a Hernán Cortés, quien fundó en ese lugar una ermita para la Archicofradía de la Cruz, en 1526, y 42 años después fue convertido en parroquia por Alfonso de Montúfar.

Su deterioro entre los siglos XVI y XVIII obligaron a su reconstrucción, como anotó Rogelio Cortés Espinoza, y fue terminada en 1776. Además, alberga las imágenes del Cristo de los Siete Velos, de la Virgen de los Remedios –conocida popularmente como La Gachupina–, y los restos del escultor español Manuel Tolsá. En septiembre de 2017, dicho inmueble fue afectado por los sismos.

Ahora, las autoridades dicen que no hay culpables y reconocen ‘con sorpresa’ que la conflagración en la parroquia fue provocada por “una persona en situación de calle”, como si no supieran del tema desde 2012, cuando fue renovada la Alameda Central. Y prometen su recuperación para 2021. Casi lo creo. Mejor esperemos el dictamen, los costos y que la pandemia no sea un nuevo pretexto.

 

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