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Intoxicación virtual

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

 

El parcial desconfinamiento de la Ciudad de México abre la posibilidad de volver a la calle y confirma que nuestra fascinación por ella es suficiente para vencer el miedo que se respira en su atmósfera. Poco a poco saldremos, con un cubrebocas colorido, bajo el sol veraniego de una metrópoli que tardará en recuperar su paisaje original. Lo único seguro es que algo hemos perdido en estos cinco meses, pero no sabemos qué es.

A simple vista, la reapertura ya perfila tres grupos de habitantes en el corazón de la capital. Están los que descreen del virus y hacen bromas sobre el covid-19, fuman y piden que les tomen la temperatura con el termómetro infrarrojo para matar el recuerdo de un mal amor; los que mantienen un protocolo estricto y evitan los lugares concurridos y quienes salen a trabajar, pero preferirían quedarse en casa.

A estas alturas es notable el hartazgo que provoca el uso excesivo de dispositivos digitales. Sí, soy uno de esos ciudadanos que desahogó su curiosidad en toda suerte de plataformas, apoltronado en la misma silla, hasta caer en la indigestión virtual, aunque gracias a eso descubrí el tango electrónico de Gotan Project, la relojería perfecta de Triunfal, del Quinteto Astor Piazzolla; la voz de la soprano sudafricana Pumeza
Matshikiza
y la convocación al fuego que consigue la kora de Toumani Diabaté en Lamomali.

Un espíritu hikikomori enlistaría las bondades del aislamiento, pero en estos meses de exceso digital resuena la misma pregunta inaudita: ¿por qué extrañamos caminar por las calles de esta ciudad que Juan Villoro alguna vez definió como la mujer barbuda? Así lo hizo en su espléndida crónica El elogio de la mujer barbuda que publicaron las revistas Equis, Cultura y Sociedad de Braulio Peralta y Luna Córnea, de Pablo Ortiz Monasterio.

Esa necesidad crece cuando uno lee Centro Histórico. 200 lugares imprescindibles de Héctor de Mauleón y Rafael Pérez Gay que, por ahora, es un ingrato recordatorio para salir a la calle y nos recuerda la vitalidad de Coyoacán y Xochimilco, Garibaldi y el Templo Mayor. Sí, nos falta el bullicio.

Esta semana inició la reapertura de museos y, por suerte, no convocaron a multitudes, como algunos imaginaban. Más bien, ese gesto es un símbolo de esperanza para la mujer barbuda y enferma que anhelamos, una ventana que nos invita a vencer el tedio de la virtualidad, porque el museo no es un centro comercial y, al igual que el acto de publicar poesía, aviva la parte más reflexiva y acabada de una sociedad que necesita reinventarse.

En estos cinco meses hemos perdido mucho y con ello se ha ido una parte que nos define como humanos, es decir, la convivencia, el reconocimiento del otro y la tolerancia que exige la caverna metropolitana y que le da sentido a la galería fotográfica del teléfono celular. ¿Acaso no tenemos instantáneas con fragmentos de la ciudad que propician el sonido de un tambor que nos llama a la calle para compartir el pan y los pedazos de nuestra historia?

Sabemos que no habría recuerdos sin presente. Así que la memoria nos pide nuevas capas de realidad que no hallamos en los muros de la casa ni en las transmisiones livestream, y por esa razón nos interesa salir y revivir la sensación que Efraín Huerta captó en su Declaración de amor: “Ciudad que lloras, mía, / maternal, dolorosa, / bella como camelia /y triste como lágrima / mírame con tus ojos / de tezontle y granito, / caminar por tus calles / como sombra o neblina”.

O a lo mejor sólo queremos salir, superar la intoxicación virtual y confirmar que la calle no se ha convertido en una escena de las hermanas Wachowski, y con vacuna o sin ella, con miedo o sin él, un día tendremos que verificar que el mundo no se ha convertido en The Matrix.

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