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El sabor de la traición

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

Desde hace 500 años, las ruinas del Templo Mayor forman una herida abierta que sangra en el corazón de la Ciudad de México. Sus vestigios son más que adobes arrasados por la barbarie. También responden al significado de la resistencia y de esa memoria que exige un lugar en el presente. Esas rocas vomitan recuerdos en honor de Huitzilopochtli y rememoran numerosos hechos de sangre y muerte que han sido recordados por Octavio Paz, José Luis Martínez, Ítalo Calvino y un mar de autores contemporáneos.

Pero hay uno que marcó un antes y un después en esta historia. Sucedió el 24 de junio de 1520 y es conocido como la matanza de Tóxcatl, un hecho con sabor a fiesta, baile y traición que ayudaría a entendernos mejor.

En su Visión de los vencidos, Miguel León-Portilla recuerda que para entonces los españoles ya se habían establecido en México-Tenochtitlan y mantenían prisionero a Motecuhzoma. En ese momento, Hernán Cortés viajó a Veracruz para combatir a Pánfilo de Narváez, quien intentaba aprehenderlo por orden de Diego de Velázquez, gobernador de Cuba, dejando a Pedro de Alvarado al frente de la capital.

La historia —con sus comillas y colmillos— nos cuenta que los mexicas le pidieron licencia para hacer la fiesta de Tóxcatl, quien accedió para admirar la manera como se festejaba. Quizá de ahí viene nuestro gusto por el tambor y la verbena, al punto de asumir el papel de referencia obligada en el catálogo de la patria que bebe y baila en nombre de la vida y de la muerte, capaz de danzarle a una olla de tamales para ablandar la masa y ocupar el sonido de un claxon para zapatear en un cruce peatonal.

Los mexicas hicieron los preparativos y convocaron a 600 personas entre capitanes, guerreros y miembros de la nobleza. Según los informantes de Sahagún, al caer la tarde aquella fiesta simulaba el estruendo de las olas. En ese momento, los españoles tomaron los accesos e inició la matanza. Ingresaron al Patio Sagrado con espadas y escudos, “cercaron a los que bailaban, se lanzaron al lugar de los atabales (tambores) y le cortaron ambos brazos al que estaba tañendo. Luego lo decapitaron y lejos fue a caer su cabeza cercenada”, recrea León Portilla.

“Todos acuchillan, alancean a la gente y les dan tajos, con las espadas los hieren. A algunos les acometieron por detrás; inmediatamente cayeron por tierra dispersas sus entrañas. A otros les desgarraron la cabeza, enteramente hecha trizas quedó su cabeza”.

“Pero a otros les dieron tajos en los hombros: hechos grietas, desgarrados quedaron sus cuerpos. A aquéllos hieren en los muslos, a éstos en las pantorrillas, a los de más allá en pleno abdomen. Todas las entrañas cayeron por tierra. Y había algunos que aún en vano corrían: iban arrastrando los intestinos y parecían enredarse los pies en ellos…”.

Al final, “la sangre de los guerreros cual si fuera agua corría: como agua que se ha encharcado y el hedor de la sangre se alzaba en el aire, y de las entrañas que parecían arrastrarse”. Luego vendría la respuesta mexica y “se hizo la lamentación de los muertos. A cada uno lo llevan a casa, pero después los trajeron al Patio Sagrado: allí reunieron a los muertos; allí a todos juntos los quemaron, en un sitio definido, el que se nombra Cuauhxicalco. Pero a otros los quemaron en la Casa de los Jóvenes”.

No sé si en estos días algún funcionario cultural rememoró el momento de esa epopeya que derivó en lo que hoy somos. Habría sido un buen punto de arranque para reflexionar sobre la amargura, la derrota, el mestizaje y el carácter antropófago de una sociedad que no perdona, que bebe, baila y no asimila su origen, o exige disculpas de papel sin entender que, ante los ojos del horror, sólo nos queda la digestión histórica para entender un poco mejor la sangre del presente con nuestros millones de muertos.

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