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Anne Carson

Juan Carlos Talavera

Juan Carlos Talavera

Vórtice

La poesía de Anne Carson (Toronto, 1950) es un faro marítimo de esperanza en esta curva de la pandemia y del insomnio. Sus versos, como cadenas de sueños, sumergen a cualquier lector en la eternidad que Jorge Luis Borges sugirió en algunas de sus ficciones. Sus exploraciones están a medio camino entre mito, realidad y vigilia, revelándola como la musa que escucha a Homero y que acompaña a Caronte en sus travesías de hielo y fuego; es el fantasma de Morfeo que invita a disolver el ser y las palabras, pero no como sucede con las instituciones culturales de México, sino como ese rompecabezas líquido que busca la relectura de sí mismo.

La propia poeta y ensayista, que hace un par de días obtuvo el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2020, describe en Decreación parte de su búsqueda: “Quiero hacer un elogio al sueño. No como practicante –admito que nunca he sido lo que se dice ‘buena para dormir’, quizá podríamos regresar a ese extraño concepto–, sino como lectora”, mientras repasa las visiones de Aristóteles (entre lo divino y lo humano), Kant, Keats, “quien atribuye al dormir un efecto embalsamador” y donde Carson revela dos interpretaciones: “que el dormir alivia y perfuma nuestras noches; (y) que el dormir puede soterrar la hediondez de la muerte innata en nosotros”; hasta llegar al tercer verso de The
Man-Moth
(El hombre polilla), de Elizabeth Bishop, para exponer la fragilidad de la naturaleza humana que intenta escapar de la realidad cada que contempla la luna:

“Al escalar las fachadas, / arrastrando su sombra como paño negro de fotógrafo, / trepa temeroso, pensando que esta vez logrará / meter su pequeña cabeza a través del libre hueco abierto / hasta atravesarlo, como un tubo, en oscuras volutas hacia la luz. / (El hombre, que permanece abajo, no tiene tales ilusiones). / Pero el Hombre Polilla debe hacer lo que más teme, aunque / fracase, por supuesto, y caiga asustado, totalmente ileso.”

Así nos recuerda la autora de La belleza del marido y Eros. Poética del deseo, como una especie de polilla que lanza una estela de polvo gris a su paso, como los herederos de Ícaro que no aprendieron la lección, mientras observamos con nostalgia el
posible escape en las alturas o en la luz de otros planetas. Somos frágiles lepidópteros que se ocupan de su metamorfosis y le temen al covid-19, mientras Carson nos dedica su Oda al sueño y recrea el zurcido del insomnio invisible: “Piensa en tu vida sin el dormir. / Sin la losa del tiempo proscrito puntuando cada almohada, sin almohadas”.

Y también nos obsequia una exploración en torno al dolor y al viaje, al lenguaje y la
traducción en Nox, el canto a la muerte (de su hermano fallecido en 2000) que brota del poema 101 de Catulo, con el que construyó un libro-sarcófago donde se cruzan postales, fotografías y reflexiones como ésta: “Perseguir los significados de una palabra, perseguir la historia de una persona, inútil esperar que llegue un torrente de luz. Las palabras humanas carecen de interruptor principal. Tan sólo son chispazos en la oscuridad. Después, la luminosa, vasta, trémula, precipitada, contumaz y vociferante red que las une se aferra a tu mente al regresar a la página que estabas intentando traducir”.

Ojalá que esta breve divagación ayude a mirar los tiempos oscuros como una llamada a soñar y a descubrir en Anne Carson,  quien mañana cumplirá 70 años, una forma de aliviar la tensión en la sobremesa y en esas charlas saturadas de pandemia, monotonía, intolerancia y polarización, con muertos sin homenaje e instituciones culturales agrietadas, y navegar en la noche del verso. ¿Qué sería de nosotros si no apostáramos por la poesía? Por supuesto, la realidad no cambiaría, pero al menos podríamos reptar paredes, usar las alas de Ícaro y soñar con acariciar la luna.

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