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Meditación sobre la confusión pura

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

Lo peor que puede acontecer a un individuo o a una sociedad es perder el destino. Ello es mucho más grave que extraviar tan sólo el camino. Lo primero es un simple extravío de ruta. Daremos más vueltas y nos tardaremos un poco más, pero vamos a llegar a donde queremos. El segundo caso es una grave pérdida de meta. No sé para dónde encaminarme ni si llegaré a donde quiero llegar.

La inseguridad pública que estamos viviendo nos sirve de ejemplo de lo primero. Sabemos lo que queremos tener: un país seguro. Pero llevamos más de tres décadas sin saber cómo se logra ello. Hay muchos asesores gubernamentales y empresas mercantiles que pueden resolver el problema de inseguridad de un condominio, de un negocio, de una calle y hasta de una colonia. Pero nadie sabe cómo resolver el de una urbe gigantesca ni, mucho menos, el de un país tan grande y tan poblado.

Ello, porque no se sabe cómo remitir a los 500 o 600 mil criminales que, según se dice, tenemos en el país. Sólo por un contingente así se explica la comisión de dos millones de delitos denunciados anualmente y de 50 mil homicidios en cada año.

En eso, sabemos el destino que queremos, pero ignoramos el camino que debemos tomar. Pero existen muchos otros temas, tanto de los esenciales como de los banales, donde no sabemos siquiera lo que queremos. De los insustanciales que no cambiarán al país no sabemos si queremos o no un nuevo aeropuerto, ni el nombre que queremos imponerle al nuevo tratado comercial.

Pero de aquellos de los que depende el destino histórico de la nación, también ignoramos el destino que deseamos. Por eso, no sabemos la sociedad equitativa que queremos, ni la política educativa que requerimos ni el sistema político que nos conviene. Aquí estamos como Alicia, a quien su confusión la llevó, inevitablemente, a la duda y a la incertidumbre.

Hace algunos días, un alto funcionario que es mi amigo me preguntó si, en nuestra historia, conocía alguna página de igual o mayor confusión que la que estamos viviendo. De inmediato le contesté que la comparaba con una sola.

No con la Revolución de 1910 porque, en ella, todos los bandos comprometidos sabían perfectamente lo que querían. No había duda sobre el destino que cada uno anhelaba. No la Guerra de Reforma ni la de Intervención, por la misma razón que la anterior. Todos y cada uno sabían el México que querían, aunque no todos quisieran lo mismo. Nadie tenía dudas, como le sucedió a la protagonista de la novela.

Pero nuestro gran momento de confusión pura fue el movimiento independentista. Por lo menos 8 bandos representados por independentistas y metropolistas, monarquistas y republicanistas, borbonistas y americanistas, carlistas y fernandistas, centralistas y federalistas. Sólo hubo un iluminado que vio el futuro y el destino con toda anticipación. Desde 1811, Morelos sabía que México sería republicano, liberal, democrático, federalista y constitucionalista.

Así, esos divergentes complicaron 11 largos años de confusión y guerra hasta que el Plan de Iguala reunió a las fuerzas predominantes, en lo que fue nuestro primer pacto nacional. Pero, desde 1821 no había conocido de una confusión tan intensa como la que se vive en la actualidad.

Aclaro que, aunque no sea consuelo el mal de muchos, infinidad de naciones hoy se encuentran sumergidas en el pozo de la confusión, incluso algunas de las naciones más opulentas o más politizadas.

En otras latitudes y tiempos, la Revolución Francesa fue todo un caos donde todo se perdió durante 100 años porque todos se confundieron y se enfrascaron en el discurso incoherente y estéril.

Cuando la República Romana creció hasta donde podría disgregarse y diluirse, los políticos comunes recomendaron dejar de crecer. César, por el contrario, vio que si Roma no crecía, perecería. Que el destino de Roma era crecer con un gobierno fuerte: el Imperio. César vio el destino romano, pero los demás no lo vieron. Por eso, todos estuvieron en su contra. Por eso, todos se equivocaron.

Y, por eso, vuelvo a mi incertidumbre. ¿Solamente vamos mal o ni siquiera sabemos hacia dónde vamos? Para la teoría de la causalidad de Aristóteles, todos podemos tener razón porque todos nos referimos a algo distinto. Pero, para la teoría de la gobernabilidad de Habermas, todos estamos perdidos por no coincidir en el diálogo. Quizá, muy pronto lo sabremos. Quizá, nunca lo sabremos. Ni siquiera de ello podemos estar seguros.

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