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El estilo Hades y el estilo Nike

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

 

Siempre se ha dicho que la política es un arte y que es una ciencia. Pero, además, es un juego. No un pasatiempo, sino una competencia. En todos los lances de la política siempre hay un vencedor y hay un perdedor, lo mismo se trate de una elección, de una promoción, de una negociación, de un decreto, de una crisis, de una declaración de guerra o de un tratado de paz.

Un mal vencedor es tan deplorable como un mal perdedor. El buen vencedor tiene alteza. El buen perdedor tiene majestad. El buen ganador es vencedor. El buen perdedor es invencible.

Por eso, la victoria y la derrota deben ser tratadas como dos impostoras de paso. Ni una ni la otra son para siempre. Simulan constancia, pero se alejan muy pronto. La miel del éxito o el acíbar de la derrota deben beberse de prisa. Algunas risas o algunos suspiros, según sea el caso, y a despedirse de ellas. En lo político, la victoria y la derrota son mujeres públicas. Son de todos y de nadie.

El mal ganador se da por cinco perversiones esenciales. Por soberbia, por vanidad, por estupidez, por misantropía y por inconsciencia. El mal perdedor se da por cinco atrofias básicas. Por envidia, por cobardía, por terquedad, por irresponsabilidad y por enajenación.

Donald Trump, Maximiliano Robespierre y Adolfo Hitler me sirven de ejemplos que fueron de malos ganadores y de malos perdedores.

Trump fue un vencedor excluyente, racista y xenófobo. Como perdedor, tuvo una derrota muy honrosa que él mismo se encargó de convertirla en una derrota vergonzosa. Hitler fue malo en la victoria. Intrigante, intolerante e inconsciente. Así como fue malo en la derrota. Terco, cobarde e irresponsable. Robespierre fue un vencedor soberbio, fantasioso y cruel. Así como fue un derrotado humillado, solitario e indefendible.

El mundo ha vivido tiempos de victorias y tiempos de derrotas. Hoy, la derrota es el signo casi absoluto en todos los países, manifestada en sus más diversas formas que afectan desde la complacencia hasta la sobrevivencia, pasando por toda la gama intermedia.

En México estamos viviendo derrotas ya muy rancias, que ni siquiera novedosas. Quiero subrayar que no son las derrotas de este sexenio, sino las de los más recientes ocho o nueve regímenes. No son exclusivas, pero no son excluyentes. No son culpa de un solo gobierno, pero tampoco son disculpa de ningún gobierno.

La delincuencia incontrolable comenzó hace 40 años y nos sigue derrotando. La corrupción intolerable comenzó hace 45 y nos sigue derrotando. El narcotráfico irrefrenable comenzó hace 40 años y nos sigue derrotando. El debilitamiento de la autoridad, la merma de la gobernabilidad y la fragilización de la institucionalidad comenzaron hace 20 años y nos siguen derrotando.

Desde luego, también todos han tenido sus victorias innegables. La reforma política, con López Portillo. La estabilización económica, con De la Madrid. El TLC, con Salinas. La alternancia armónica, con Fox. La política de comunicaciones e infraestructura, con Peña. El T-MEC, con López Obrador.

En muchísimos países la derrota sigue reinando en la migración ilegal, en la trata de personas, en el maltrato a la mujer, en la indefensión de la sociedad, en el desenfreno ambiental, en la insinceridad política, en la cobertura de salud, en el crecimiento económico, en la seriedad del debate, en el respeto constitucional, en la tolerancia de la otredad, en el equilibrio de potestades, en el límite de poderes y en el espacio de las libertades.

Son muchas las derrotas y son muy pocas las victorias.

Los griegos tenían dos deidades para este nuestro asunto. Nike fue la diosa de la victoria. Esa figura alada que se encontró en Samotracia y que pervive en las medallas olímpicas.

Sin ese título, Hades fue el dios asociado con la derrota. Vencido por sus hermanos, fue confinado a reinar entre los derrotados de la más inevitable e irreversible de las derrotas. La victoria de la muerte.

Ojalá toda la política de todas las naciones tenga, un día no muy lejano, la majestad de Nike y la dignidad de Hades, para que la victoria no nos embriague ni nos enajene y para que la derrota no nos deprima ni nos destruya.

 

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