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El buen dicente y el buen oyente

José Elías Romero Apis

José Elías Romero Apis

Para bailar un tango se requieren dos personas que bailen bien. Para que un buen mensaje se transmita impecable se requiere de un buen emisor y de un buen receptor. Que el dicente sea muy exacto y que el oyente sea muy preciso. La mala comunicación proviene de que alguno no se exprese bien o de que el otro no entienda bien o de que, ambos, funcionen mal.

Hay ocasiones en que la deficiencia proviene del emisor. Podríamos recurrir a ejemplos muy conocidos, aunque ya medio olvidados. Los “emisarios del pasado”, los “banqueros que nos saquearon”, las “lavadoras de dos patas”. Éstas son frases presidenciales que fueron bien entendidas, pero mal emitidas y hasta ofensivas.

Algunas han sido un dislate que provocaron burlas infinitas. “No traigo cash” o “comes y te vas”. Éstas han sido muy famosas por su presidencial emisor, pero hay otras que fueron vertidas por insignificantes. El mejor ejemplo que me trae la memoria es aquello de “yo robo, pero poquito”. Muy indignante la de los asesinos valientes, bien castigada por el actual gobierno.

Por otra parte, hay ocasiones en que el receptor es el que falla y el mensaje resulta inexacto. Si yo dijera que a una dama la apodan como “la pesticida”, el apresuramiento puede sugerir a mis escuchas que se trata de una mujer maloliente cuando, en realidad, me estoy refiriendo a alguien que gusta de combatir la mugre y los malos olores.

Otro caso. Si yo dijera que tuve mi-puente-de-Waterloo, podría suponerse que fueron días pésimos, al pensar en la llanura belga, escenario de la famosa batalla, cuando en verdad me estoy refiriendo al puente londinense, cuyo nombre inmortaliza la más gloriosa batalla de una nación que ha librado mil batallas y que ha obtenido mil victorias.

En ocasiones, bromeo con algunos amigos de mi confianza y afecto, diciéndoles que se parecen al retrato de Dorian Gray. Algunos se apresuran a agradecérmelo, sin percatarse que no me refiero al sempiterno caballero, sino a su decrépito retrato.

Adolfo Ruiz Cortines gustaba de practicar el más cruel de todos los engaños, consistente en mentir con la verdad. Ser veraz apostando a que los receptores lo interpretarán como quieran y creerán en una mentira ideada por ellos, pero no vertida por el dicente. Por eso decía que, en la política, no hay sorpresas sino, tan sólo, hay sorprendidos.

El binomio dicente-oyente es esencial en la política. Por eso, cuando un funcionario manifiesta que fue perfecto todo lo que realizó, no tiene la misma connotación si se lo dice a su jefe, a su novia, a la prensa o a sus colaboradores. Con el primero, quizá se esté justificando. Con la segunda, probablemente esté presumiendo. Con los terceros, se está haciendo propaganda. Con los últimos, acaso expresando una sincera satisfacción y hasta una felicitación.

Es muy conocido que Molière leía sus manuscritos a su cocinera. Si ella terminaba indiferente, o si permanecía distraída, o si manifestaba una emoción equivocada, el creador de Tartufo corregía la pieza. Pero si la empleadita expresaba con tino su alegría, su miedo, su susto, su nerviosismo o su tristeza, el autor de El Misántropo quedaba convencido de que había acertado.

Si un gobernante de cualquier país hablara sobre el Estado de Derecho, sería distinto en cuanto a dónde lo dijo. Ante la Suprema Corte, sería un discurso inocuo. Ante una generación universitaria, sería un mensaje oblicuo. Ante su gabinete de justicia, sería una orden directa. Ante la ONU, sería una perorata inútil. Ante su partido, sería una consigna política. Ante la cúpula de empresarios, tendría varios significados. Si les dice “se los prometo”, sería una oferta de seguridad. Si les dice “se los juro”, sería un amago de fiscalidad. Y, si lo dice ante sus amigos, sería una guasa.

Hablar bien y escuchar bien es la pareja ideal de la comunicación. Ser un buen emisor se llama elocuencia y ser un buen receptor se llama inteligencia. Pero elocuencia sin inteligencia o inteligencia sin elocuencia es un déficit. Y, peor aún, ni elocuencia ni inteligencia es toda una quiebra.

 

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