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Lula y la supremacía regional

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

El triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva en las elecciones de Brasil es una buena noticia, siempre será mejor el exdirigente metalúrgico de São Paulo que el ultraderechista Jair Bolsonaro. El triunfo se dio por la mínima, menos del 2 por ciento de los votos, en los comicios más concurridos de la historia reciente de Brasil. Hasta que se llevaba contabilizado 70 por ciento de los votos, el que iba ganando era Bolsonaro; la llegada del voto de los estados del norte fue lo que terminó volcando a favor de Lula los comicios. Al momento de escribir estas líneas, Bolsonaro no había reconocido su derrota. Algo así como el guion de nuestras elecciones de 2006 que el presidente López Obrador –que hoy, con razón, festejó la victoria de Lula– aún no reconoce haber perdido.

En la segunda mitad de los años 70 tuve la oportunidad de vivir unos meses en Brasil, un país fascinante,  donde me hice amigo (éramos todos casi adolescentes) de un grupo de estudiantes que en la universidad de esa ciudad trabajaban con un dirigente sindical metalúrgico que era una de las pocas expresiones de oposición real ante la dictadura militar brasileña. Y comencé a participar en un periódico (es un decir, era apenas un folleto mimeografiado) que se llamaba Liberación, con ese pequeño grupo que apoyaba a ese dirigente sindical barbudo, muy desaliñado y autodidacta, un socialista de abajo que seguía trabajando en su fábrica y contaba las historias de la pobreza profunda de su ciudad. Era apoyado por una mezcla extraña de jesuitas y trotskistas. La izquierda tradicional no tenía demasiada simpatía por ese sindicalista al que todos llamaban Lula. El personaje era fascinante, sobre todo por su autenticidad.

Dejé Brasil y pasaron los años. Volví a ver a Lula cuando estaba en su segunda campaña presidencial. Lo había traído a México Cuauhtémoc Cárdenas, con quien hizo una sólida alianza política. Tuve oportunidad de hacerle una larga entrevista de radio y de hablar un poco con ese hombre que seguía siendo un personaje fascinante, pero que era ya el dirigente de izquierda más importante de América Latina. Lo interesante de Lula era, es, que provenía realmente de los sectores más populares, más pobres de su país y que había llegado a lo más alto desde su labor de sindicalista, de líder de trabajadores, que nunca abandonó. 

En alguna de las cumbres de las Américas pude hablar con él, era ya presidente de Brasil, y una sensación en los mercados internacionales y en los medios. Crecía Brasil a ritmo vertiginoso, Lula había hecho reformas importantes, abrió Petrobras, la empresa petrolera, a la inversión extranjera. Estableció un programa social que tomó mucho de Solidaridad que había nacido en México con Salinas de Gortari,  que, con el poder económico que alcanzó Brasil gracias al aumento del precio de las materias primas, fue un éxito. Decía que quería inversiones porque así recaudaba y podía financiar sus programas: tenía razón. 

Lula recibía reconocimientos lo mismo de Bush que de Obama, de la Merkel, los CastroPutin o Xi Jinping. Platicar con Lula en esos años era hablar con un hombre que había logrado crecer con justicia social, abriendo mercados y respetando las libertades.

La última vez que vi a Lula fue cuando ya había asumido el gobierno Dilma Rousseff, una mujer que había sido guerrillera, que estuvo presa y fue brutalmente torturada por la dictadura, pero que no tenía ni remotamente su carisma. Era una reunión cerrada de empresarios y sus familias (yo iba como conferencista) que se realizaba en una isla y el anfitrión era Marcelo Odebrecht, que estaba en la cúspide de su poder económico. Lula se quedó los tres días de la reunión, participó en los foros, dio una amplia explicación sobre el milagro brasileño e incluso se dio tiempo de subir al escenario y bailar con una de las mejores cantantes de Brasil, Daniela Mercury.

Poco después, todo se derrumbó. Los precios de las materias primas que mantenían el milagro, cayeron estrepitosamente. La clase media, que vivía en una burbuja de prosperidad, descubrió que estaba en medio de una crisis inesperada. Una investigación de un juez menor sobre una denuncia de corrupción se convirtió en el caso Odebrecht, todos sus ejecutivos se convirtieron en testigos protegidos e involucraron en una red de corrupción a políticos de muchos países, incluyendo a Emilio Lozoya, en México, pero sobre todo a buena parte de la clase política brasileña. 

Comenzó el llamado “gobierno de los jueces”. Rousseff renunció y todos sabían que la siguiente figura en caer sería Lula. Estuvo más de 500 días preso para que no participara en los comicios que hace cuatro años ganó Bolsonaro. Salió de la cárcel, reinició su campaña y ganó las elecciones del domingo.

No nos engañemos. Más allá de la simpatía personal, el Brasil de Lula será un enorme competidor de México para las inversiones internacionales que buscan moverse de China. Ya lo fue en el pasado, lo será más ahora, sobre todo por su alta disponibilidad de materias primas y porque Lula jamás le ha tenido miedo a la inversión privada, al contrario, con ella es como financió sus programas sociales y volverá a hacerlo. 

Lula no habla una palabra de inglés, pero viaja por todo el mundo, se entiende con todos, es un hombre de izquierda, pero su vicepresidente es de centroderecha. Sabe para qué sirven los empresarios y el dinero. No es Maduro ni Cristina Fernández. No quiere encerrarse. Buscará la supremacía regional y puede tenerla.

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