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Había una vez un gobernador…

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

De todas las iniciativas que ha anunciado Andrés Manuel López Obrador para la próxima administración, la que provocará mayores acusaciones de autoritarismo es la de los 32 delegados especiales que habrá, uno en cada estado, en representación del gobierno federal.

No es un error concentrar delegaciones. Hoy, en muchos estados, existe un número inexcusable de delegados federales. Son posiciones que en ocasiones sirven para colocar a personajes cercanos a secretarios de Estado u otros funcionarios, en otras para llegar a acuerdos o marcar diferencias con los gobernadores. Hay, evidentemente, excesos en el uso de esas figuras. Concentrar las delegaciones en una sola persona quizás es demasiado, pero no es una mala decisión. Los problemas surgen cuando se profundiza en quiénes son y lo que harán esos delegados.

Para empezar, el ahorro es relativo, ya que cada uno de ellos tendrá ocho subdelegados trabajando, así que estamos hablando de una estructura de delgados y subdelegados de casi 300 personas.

El segundo problema son las atribuciones: tienen órdenes de que todos los recursos federales dirigidos a los estados pasen exclusivamente por sus manos y que “no lo toque” gobernador o alcalde alguno, lo que lisa y llanamente los convierte en un poder alterno en cada estado, con la diferencia de que a los gobernadores, buenos, malos o regulares, los eligió la ciudadanía por voto directo y a los delegados sólo el Presidente de la República. Ese mandato se profundiza porque, como les dijo el sábado López Obrador, también deberán buscar a los mandos militares y policiales federales en las entidades y coordinarán con ellos las tareas de seguridad.

Ha habido abusos, sin duda, con el manejo estatal de los recursos federales, en muchos, demasiados, casos. También ha habido problemas de seguridad que se han agudizado simplemente porque algunos gobernadores y alcaldes no cumplen con su responsabilidad, incluyendo su resistencia a coordinarse adecuadamente con las fuerzas federales. Pero existen instancias de gobierno para controlar ese desempeño. Imponer delegados, autoridades de facto, que no fueron electas no es una solución, en realidad ello puede aumentar el problema en proporciones geométricas, porque esos delegados no responden más que ante el propio Presidente.

Pero el mayor problema es quiénes serán esos delgados: todos ellos son dirigentes locales de Morena o los candidatos o precandidatos de Morena que perdieron o aspiran a ganar los próximos comicios. Ahí está, en el estado de México, la excandidata Delfina Gómez; en Nuevo León, Judith Díaz; en Jalisco, Carlos Lomelí; en Yucatán, Joaquín Díaz Mena; en Guerrero, Pablo Sandoval, también excandidato a gobernador; Lorena Cuéllar, excandidata en Tlaxcala. Es una estructura electoral que se refrenda por el hecho de que su coordinador es el principal operador electoral de Morena y exsecretario de Organización del partido, Gabriel García Hernández.

La idea es sencilla: asegurar, vía recursos federales y control sobre fuerzas de seguridad, el control de los estados por encima de las autoridades locales. Se podrá argumentar que los actuales delegados también tienen poder, recursos y espacios. Pero la verdad es que se trata de un poder fraccionado y dependiente de los gobernadores. Pero algo es más importante aún: por norma, no son nativos de ese estado o no tienen ambiciones político-electorales en él, precisamente para no vulnerar el poder local. Ése era el mérito de un esquema que luego tuvo deformidades, pero que sigue siendo válido. Los delegados no pueden competir electoral y políticamente con los gobernadores. No pueden tener aspiraciones en el mismo estado en el que están cumpliendo su labor porque estarán, en los hechos, todo el tiempo en campaña. No habría problema alguno si Delfina Gómez es delegada en Tamaulipas, pero si lo es en el Estado de México, donde fue candidata y aspira a volver a serlo, es inevitable que su labor sea vista como electoral. Y lo mismo sucede en todos los casos.

Todos los gobernadores han tomado con mucho recelo esta decisión porque, además, en muchos casos tendrán congresos con mayoría de Morena que les imponen una limitación aún mayor. Pero a eso hay que sumarle que a los estados les llegarán, si ese programa llega a cumplirse, los secretarios de Estado y directores de las dependencias federales que se plantea que sean descentralizadas. O sea que en esos estados habrá un gobernador y un congreso local, pero también un delegado plenipotenciario y un secretario de Estado federal con estructuras política y logísticamente muy poderosas y con contacto directo con el Presidente: ¿si Pemex termina en Ciudad del Carmen usted cree que tendrá mayor poder el gobernador del estado de Campeche, que además no tendrá control sobre recursos federales y seguridad federal, que el director general de la paraestatal más importante del país?

El gobierno de López Obrador recibió un mandato popular en las urnas que se debe respetar, pero ello no implica arrasar con los otros poderes. Y eso se aplica al Legislativo y al Judicial, pero también a gobernadores y presidentes municipales. La figura de los delegados plenipotenciarios está vulnerando ese equilibrio de poder necesario, imprescindible, para la estabilidad democrática.

 

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