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El precio de la tortilla y el combate al crimen

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Los grupos criminales en Michoacán y Guanajuato han decidido aumentar el precio de la tortilla en tres pesos. Así se lo han informado a los comerciantes, asumiendo que esos tres pesos por kilo son para ellos, son el derecho de piso, el impuesto, que le imponen los criminales al alimento básico de los mexicanos.

Hace ya muchos años, en el libro El otro poder, las redes del narcotráfico, la política y la violencia en México (Nuevo Siglo, Aguilar editores 2001), decíamos que los grupos del narcotráfico estaban evolucionando hacia lo que, en términos militares, los vietnamitas, durante la guerra, denominaban como el poder dual: decían que su objetivo era que el Estado sintiera que tenía el poder formal en el día, pero que ellos tendrían el poder real en las noches. Algo similar está pasando, sobre todo cuando los grupos criminales se han introducido en todo tipo de actividad. El aumento al precio de la tortilla no es una ocurrencia o un caso aislado, sucede cotidianamente y con muchos otros productos, desde los aguacates o limones hasta los minerales.

Hace ya mucho tiempo que los grupos del crimen organizado dejaron sólo de traficar con drogas. Desde que hace casi 15 años, tanto El Chapo Guzmán como Los Zetas decidieron que sus células se financiaran a sí mismas con distintas actividades criminales, el secuestro, el robo y la extorsión se dispararon y se convirtieron en el modo de sobrevivir y seguir operando de estos grupos.

No es verdad que la lucha contra el narcotráfico no ha rendido frutos: hace seis años había siete grandes cárteles en todo el país que manejaban desde la producción hasta el tráfico de drogas, incluyendo el lavado de dinero, dentro o fuera de México. Un sexenio después, aunque muchos se sigan haciendo llamar cárteles, quedan sólo dos que merecen ese nombre: el del Pacífico, dividido en cuatro grandes divisiones, con mandos propios, en forma destacada El Mayo Zambada; y el Cártel Jalisco Nueva Generación.

Existen después tres grandes organizaciones delictivas, pero que, por los golpes de las autoridades, sobre todo militares, han perdido buena parte de sus capacidades: los Beltrán Leyva, el llamado Nuevo Cártel de Juárez y el del Golfo. Ya no son cárteles como tal, sus capacidades están disminuidas, incluso algunos de ellos no tienen hoy un liderazgo definido. Se han vuelto más pequeños y especializados sólo en ciertas áreas. Luego existen otros seis grandes grupos delictivos que suelen operar regionalmente: La Familia, Los Caballeros Templarios, El Cártel del Noreste (lo que quedó luego del desmantelamiento de Los Zetas), el de Santa Rosa de Lima, La Unión Tepito y otros grupos sin mandos ni características definidas.

Pero, por debajo de todos estos grupos, existen 70 organizaciones delictivas que están asociadas, son escisiones o restos de grupos mayores o, simplemente, son células independientes con presencia muy local.

La pregunta es por qué, si pasamos de siete grandes cárteles a sólo dos, luego de varios años de lucha contra el narcotráfico, tenemos grados tan altos de violencia. Y una de las respuestas centrales está en esas otras 79 estructuras delictivas identificadas por las autoridades, cuya actividad se sostiene mediante el quebrantamiento de la seguridad cotidiana vía el secuestro, el robo y la extorsión.

Y la razón de que puedan seguir operando pasa por dos causas: por una parte, las autoridades locales no se hacen responsables de terminar de desarticular las células o rescoldos que van quedando de los grandes cárteles u organizaciones. Esos grupos se dedican al crimen, ya no al narcotráfico en gran escala, pero dañan tanto o más la seguridad ciudadana que los grandes grupos. Si no continúa la presión y el combate en el ámbito local, vuelven a crecer y se tornan, paradójicamente, más violentos aún.

La otra razón es que la estrategia federal también ha optado por no seguir con la presión sobre los grandes grupos y sobre los restos de los que han quedado en el camino. Se entiende que no se quiera caer en una lógica de violencia, pero se debería tener la convicción de que, sin un combate continuado y estricto contra estos grupos, no se recuperará la seguridad. Los discursos de pacificación, en este sentido, no sirven. Estos delincuentes no van a dejar de operar porque se los deje de perseguir. Rafael Caro Quintero, cuando salió de la cárcel, no se fue a su casa con sus nietos, se reincorporó a su grupo criminal y lo hizo como líder. Este tipo de criminales no se jubilan ni cansan. Sobreviven y vuelven a lo suyo. Es lo único que saben hacer.

 

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